“Bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (Juan 20:29).
Lectura: Juan 20:30, 31.
No te vimos cuando llegaste
a este pobre mundo de pecado y muerte;
Ni tampoco vimos tu hogar,
En aquella despreciada Nazaret;
Pero creemos que tus pasos recorrieron
sus calles y sus llanuras, ¡oh Hijo de Dios!
No te vimos en la barca sobre las olas
Cuando calmaste el mar en tempestad,
Ni vimos la salud restaurada
De los cojos y enfermos, de los sordos y ciegos;
Pero creemos que Tú, la Fuente de luz
Pudiste dar la vista a la visión oscurecida.
No te vimos con los pocos fieles
Que rodeaban tu amarga cruz,
Ni oímos tu oración por los que te mataban,
Ni sentimos el terremoto sacudir la tierra;
No vimos la lanza traspasar tu costado,
Pero creemos que tú moriste crucificado.
No miramos dentro de la tumba vacía
Donde antes yacía tu cuerpo mutilado;
Ni nos sentamos en aquel aposento alto,
Ni te encontramos vivo por el camino;
Pero creemos que los ángeles dijeron:
“¿Por qué buscáis a los vivos entre los muertos?”
No anduvimos entre los pocos elegidos,
Que te vieron ascender desde la tierra;
Elevando al cielo su mirada maravillada,
Para luego postrarse hasta la tierra;
Pero creemos que los ojos humanos
Te contemplaron ascender a los cielos.
No hemos visto nada de lo que ocurrió al Hijo de Dios cuando estuvo aquí en la tierra, pero creemos el testimonio de aquellos que sí lo vieron. Estamos firmemente convencidos de que todo lo que los testigos oculares relatan es verdad, y daríamos nuestra vida para testificarlo, como lo hicieron ellos. Vivieron con Jesús y lo amaban. ¡Qué duro habrá sido para ellos cuando los dejó para volver al Padre! Que vacíos los dejó hasta que vino el Espíritu Santo y los llenó a todos. Pero durante aquellos cuarenta días que transcurrieron entre su ascensión y la venida del Espíritu, se tuvieron los unos a los otros, y esto hizo toda la diferencia. Ahora estamos en la misma situación: Jesús se ha ido, ¡pero somos afortunados porque tenemos el Espíritu Santo y los unos a los otros!
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