“No puedo hacer nada por mí mismo; según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió, la del Padre” (Juan 5:30).
Lectura: Juan 5:30-39.
Jesús siempre insistía en que no hablaba sus propias palabras, sino las del Padre: “La palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió” (Juan 14:24). “Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla” (Juan 3:34). “El que quiere hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta” (Juan 7:17).
Jesús nunca hablaba por su propia cuenta. Hablaba lo que oía del Padre. Vivía en tan estrecha relación con el Padre que la palabra del Padre le llegaba, y esta palabra es lo que transmitía al mundo: “El que me envió es verdadero; y yo, lo que he oído de él, esto hablo en el mundo” (Juan 8:26). Jesús escuchaba la voz del Padre. En sus tiempos de comunión a solas con el Padre, el Padre le hablaba. Jesús era el mensajero del Padre. Cuando tenía que predicar, predicaba lo que había oído decir al Padre. En sus conversaciones privadas, las palabras que salían de su boca eran las que había escuchado hablar al Padre. En lugar de decir que Jesús hablaba bien, sería más exacto decir que Jesús oía bien. Sus palabras no eran originales, ni eran suyas, eran las del Padre. Los que dicen que Jesús era un brillante orador, harían mejor en decir que era un fiel transmisor de lo que había oído hablar al Padre.
Refiriéndose proféticamente a Jesús, Isaías escribió: “Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios. Jehová el Señor me abrió el oído” (Is. 50:4, 5). Jesús oía bien las palabras del Padre porque el Padre le abría el oído. Esto es lo que Él mismo afirma. Da toda la gloria al Padre, la gloria de sus hermosas y sabías palabras, y la gloria de hacer posible esta comunicación. Así fue su dependencia tan absoluta del Padre. El resultado fue que Jesús tenía palabras de vida eterna para ministrar al cansado. Del Padre, Jesús también recibía las instrucciones para Sí mismo, para cumplir con su voluntad: “Y no fui rebelde, ni volví detrás” (v. 5). Jesús oyó que el plan incluía el Calvario, y no volvió atrás.
El Espíritu Santo sigue el mismo modelo. No habla por su propia cuenta, sino lo que oye de Padre: “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad, porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere” (Juan 16:13). Si el bendito, perfecto y eterno Hijo de Dios no hablaba ni actuaba por su cuenta, sino siempre en obediencia al Padre, si no hablaba lo que le venía a la mente, sino lo que oía del Padre, cuanto más hemos de depender totalmente del Padre nosotros para nuestras palabras y para la dirección de nuestra vida. ¡Es menester aprender a escuchar la voz del Padre! Nunca la vamos a transmitir a la perfección, nuestro oído siempre estará tocado por el pecado, pero en ello estamos, para decir con cada vez más acierto: “Has abierto mis oídos… El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado” (Salmo 40:6, 7).
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