LEGIÓN, EL HOMBRE DE MUCHOS DEMONIOS[1]

   

“Vuélvete a tu casa y cuenta cuán grandes cosas ha hecho Dios contigo. Y él se fue, publicando por toda la ciudad cuán grandes cosas había hecho Jesús con él” (Lucas 8:39).
 
Lectura: Lucas 8:26-39.
 
Nosotros éramos como el hombre poseído por demonios. Atados con las cadenas de nuestro pecado, nuestras dependencias, depravaciones, culpa y vergüenza. Para mí es más fácil identificarme con él que para una persona que da el aspecto de nunca haber pecado, porque mi pecado y mis dependencias eran más obvios. Pero creo que todos somos como el hombre endemoniado. Incluso el apóstol Pablo.
 
Entonces llegó Jesús y creímos. Y las cadenas comenzaron a caer. Empezamos a ver. Tuvimos la libertad de volver a nuestros viejos caminos, pero ¿quién querría hacerlo? ¡Somos libres! ¿Para qué volver a las dependencias y depravaciones, a todo lo que nos ataba? Al haber visto a Jesús, decidimos abrir el libro. Aún con algunas cadenas, aún con mucha suciedad a nuestro alrededor, leímos sus páginas. Y el libro era como un espejo. Y empezamos a ver.
 
Vimos la viga en nuestro propio ojo en lugar de la paja en el ojo de nuestro prójimo. Vimos el plan de Dios y lo comprendimos por primera vez. Entendimos la historia de manera diferente, la ciencia de manera diferente, la economía de manera diferente, los asuntos sociales y la religión de manera diferente, la literatura de manera diferente, la música de manera diferente. Nada tenía sentido sin ese libro-espejo. Vimos quiénes éramos y vislumbramos su gloria a la luz de nuestra miseria. Vimos la libertad. Entendimos de qué habíamos sido liberados y discernimos nuestro entorno: la roca en la cueva del desierto a la que habíamos estado atados, desnudos y avergonzados. Pero fuimos restaurados a la dignidad. Usamos nuestra libertad para abrir el libro más y más a menudo, elegimos beber de él cada día, y seguimos creciendo en dignidad.
 
Entendimos la gracia, que ya no éramos unos locos atormentados por el maligno, viviendo en una cueva oscura, sino que ahora somos hijos del Rey. Estábamos vestidos; teníamos ropas magníficas. Y cuando pensábamos que necesitábamos un baño, nos dimos cuenta de que ya habíamos sido lavados por su muerte y hechos nuevos y limpios en su resurrección. Y el Espíritu estaba allí́, dándonos libertad. ¿Libertad de qué? De la ley que nos condenaba, del maligno que nos acusaba, de nuestra carne que nos dominaba, de la sociedad que nos dictaba lo que debíamos ser y quiénes debíamos ser.
 
Pero lo más importante es que teníamos libertad para acceder a Dios en las montañas y a sus pies. Al principio, para mí fue estar a sus pies. Pero ahora el Espíritu me lleva a lugares celestiales y me muestra cosas. Y al contemplar ese “libro-espejo” y con la ayuda del Espíritu, vislumbramos en quiénes estamos siendo transformados: la gloria del Todopoderoso. Y supimos que esta vida no es el final, sino el comienzo de la libertad. Hasta que, como una mariposa, renazcamos en la plena libertad y ya no haya velo que nos separe del Abba, el Padre.
 
            En todo esto, lo asombroso es que Jesús vino. Libertó al hombre poseído por demonios. Y luego envió al Espíritu, que aún está aquí. Dios vino. Dios ve y entiende, porque lo experimentó, y Dios está aquí, con nosotros, Emanuel.

[1] Escrito por Rebeca Cretney

    

Copyright © 2024 Devocionales Margarita Burt, All rights reserved.