EL VELO

   

“Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu” (2 Corintios 3:18).
 
Lectura: 2 Cor. 3:13-18.
 
            Moisés pasó cuarenta días en el monte con Dios en medio de la nube que era la gloria shekinah de Dios. Moisés entró en la mismísima presencia de Dios. Dios siempre está rodeado de la gloria que procede de Él, de la misma manera que el sol siempre está rodeado de la luz que él mismo produce. Emana de Él. De la misma manera que el agua siempre está mojada, el Señor siempre es glorioso. Y la persona que está en su presencia empieza a brillar también con la gloria que procede de Dios. Esto es lo que le pasó a Moisés. Cuando bajó del monte su cara todavía brillaba con tanta luz que los israelitas pedían que se pusiese un velo sobre su cara para proteger sus ojos al mirarlo. Con el paso del tiempo la gloria disminuiría hasta que ya no hacía falta que llevase el velo.
 
            Los israelitas no querían ver esta gloria. El texto dice: “No hacemos como Moisés, quien se ponía un velo” (2 Cor. 3:13) para encubrir la gloria del viejo pacto que iba a ser abolido, porque en Cristo el velo ha sido quitado y vemos la gloria de Dios en el antiguo pacto y, aún más gloria, si fuese posible, en el nuevo pacto. Pero los judíos no. Es como si ellos tuviesen un velo puesto para no ver la gloria de Dios en ninguna parte: “Y aun hasta el día de hoy, cuando se lee a Moisés, el velo está puesto sobre el corazón de ellos” (3:15), para que no entiendan el evangelio.
 
            Los judíos incrédulos, no, pero nosotros, sí, tenemos libertad. No estamos esclavizados por la ley, ni ciegos a la finalidad de la ley, ni ciegos a la revelación de Cristo en ella, ni ciegos al evangelio. Vemos la gloria de Dios tanto en la ley como en el evangelio. No hay ningún impedimento que nos prive de entender el evangelio: “Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu”. No solamente reflejamos la gloria de Dios en nuestros rostros al verla en su Palabra y en su Persona, sino que, a la vez, somos transformados para ser cada vez más como Él, cada vez más gloriosos, al ir contemplándolo. (Si no permanecemos en su presencia, la gloria se va desvaneciendo.). Cristo ha quitado el velo. El Espíritu Santo nos ha hecho libres para entender la Palabra y ha quitado los obstáculos para que podamos recibir la clara revelación de la gloria de Dios en ella, y nos va transformando en el proceso, ¡para ser más y más como Cristo! Esta es nuestra gloria, y este pobre reflejo de la gloria del Señor en nosotros ilumina a los que quieren verla y glorifica al Señor.      

    

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