“Exalten al Señor nuestro Dios; y adórenlo ante el estrado de sus pies; ¡Él es santo!… Exalten al Señor nuestro Dios; adórenlo en su santo monte: ¡Santo es el Señor nuestro Dios!” (Salmo 99:5, 9, NVI).
Lectura: Salmo 99:1-9.
En el Salmo 99 tenemos otro hermoso salmo de alabanza. Empieza con una invocación a todas las naciones del mundo a adorar a Dios por su grandeza: “El Señor es Rey: que tiemblen las naciones. Él tiene su trono entre querubines: que se estremezca la tierra. Grande es el Señor en Sion, ¡excelso sobre todos los pueblos!” (Salmo 99:1-2). Hace constar la santidad de Dios. Tres veces en este corto salmo es enfatizada su santidad: “Él es santo” (99:3); “Él es santo”: (99:5); “¡Santo es el Señor nuestro Dios!” (99:9).
Es curioso que el salmista propone dos lugares diferentes donde podemos adorar al Señor: ante el estrado de sus pies, y en su santo monte. Estos dos lugares evocan imágenes distintas en nuestra mente. Adorar al estrado de sus pies es ver al Señor sentado en un trono elevado con el estrado de sus pies delante del trono, casi a la altura del suelo. Para adorarlo allí tenemos que ponernos de rodillas en el suelo en una actitud de suprema humildad. El leproso curado “se postró rostro en tierra a sus pies” (Lu. 17:16). Reconoció su condición frente a la santidad del Señor. Sintió una profunda gratitud por la limpieza que el Señor había efectuado en él. Estaba maravillado con el contraste entre su indignidad y la grandeza del Señor. Algo similar pasó con la mujer que adoró a sus pies: “Y estando detrás de él, a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; besaba sus pies, y los ungía con el perfume” (Lucas 7:38). Era otra persona que era muy consciente de la condición en que estaba cuando el Señor la encontró, y se humilló ante Él para adorarlo a sus pies.
Estar a sus pies es el lugar más bajo donde podemos ir para adorarlo. En contraste, adorarle en su santo monte es hacerlo en el lugar más alto. Caer a sus pies como pecadores limpiados no requiere la misma preparación que el de presentarnos delante de Dios en su santo monte: “Entonces Moisés subió al monte, y una nube cubrió el monte. Y la gloria de Jehová reposó sobre el monte Sinaí, y la nube lo cubrió por seis días; y al séptimo día llamó a Moisés de en medio de la nube. Y la apariencia de la gloria de Jehová era como un fuego abrazador en la cumbre del monte, a los ojos de los hijos de Israel. Y entró Moisés en medio de la nube” (Ex. 24:15-19). Estas experiencias son únicas en la Biblia, pero lo que sale a relucir en ambos textos es la tremenda santidad de Dios. En el monte Moisés tuvo que esperar seis días para que Dios lo llamara. Pero llevaba toda una vida de santidad y obediencia en preparación para aquel encuentro con Dios.
Adorar a Dios no es una experiencia religiosa que podamos programar con música en la iglesia. Es el resultado de los preparativos a lo largo de nuestra vida. Ambos lugares son válidos. La segunda requiere más preparación. Al final, cuando Dios haya acabado su obra en nosotros, lo adoraremos en su Santo Monte, en espíritu y en verdad, y en cuerpo y alma, con un cuerpo glorificado, y en completa santidad.
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