AMANDO A DIOS Y SIENDO AMADO POR ÉL (1)

 

“¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” (Salmo 73:25).
 
Lectura: Mat. 22:34-40.
 
      Cuando uno de los fariseos preguntó a Jesús cuál era el mandamiento más importante de toda la Ley de Dios, Jesús le contestó: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente”.  Si esto es lo más importante de toda la Biblia, ¿por qué no dedicamos nuestra vida a hacerlo? Aunque este versículo lo he conocido toda la vida, nunca se me ocurrió pensar que esto podría convertirse en el propósito de mi vida. Normalmente tenemos otras metas en la vida que son muy buenas, pero nunca he oído a nadie decir que vivía para amar a Dios y ser amado por Él. Todo lo demás fluye de esto. Si amamos a Dios con el alma vamos a dedicar tiempo para estar en su Palabra para conocerlo más y más y tener comunión con Él con la finalidad de escuchar su voz y oír lo que tiene que decirnos, para obedecerlo: “Así que el cumplimiento de la ley es el amor” (Rom. 13:10), el amor a Dios y el amor al hermano.
 
El salmista dijo: “¡Cuán hermosas son tus moradas, Señor todopoderoso! Anhelo con el alma los atrios del Señor; casi agonizo por estar en ellos. Con el corazón, con todo el cuerpo canto alegre al Dios de la vida” (Salmo 84:1, 2, NVI). Esta expresión “anhelo con el alma los atrios del Señor; casi agonizo por estar en ellos” ha captado mi imaginación. No es que el salmista quisiera estar en el templo, es que quería estar en la presencia de Dios. Era el mayor deleite de su vida. No había otro lugar donde más quería estar sino con su Dios. Tanto amaba al Señor que moría por estar cerca de Él. No es una sensación religiosa, sino un deseo de su alma. Y se corresponde con el deseo de Dios. Es exactamente lo que desea el Señor, tener comunión con el hombre que ha creado para sí mismo con esta finalidad.
 
En aquellos años, la presencia de Dios se ubicaba en el templo. En nuestros tiempos no es necesario desplazarnos a ningún lugar concreto, pero sí que es necesario entrar en la esfera espiritual donde está el Señor. Nuestro corazón conoce el camino. Es el resultado de una búsqueda de nuestro espíritu al Espíritu de Dios. Oramos: “Envía tu luz y tu verdad; éstas me guiarán; me conducirán a tu santo monte, a tus moradas. Entraré al altar de Dios, al Dios de mi alegría y de mi gozo, y te alabaré con arpa, oh Dios, Dios mío” (Salmo 43:3, 4). La verdad de Dios nos conduce a su presencia, al altar que es la Cruz, y a la alegría y al gozo de su santa   Persona.
 
El lugar por excelencia para conocer el amor de Dios es en la Cruz, al ser crucificados con Cristo, muriendo al pecado con él: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal. 2:20). Allí el amor de Dios nos llega personal e íntimamente. Conocer el amor de Dios es lo que nos lleva a experimentar la plenitud de Dios: “Para que arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Ef. 3:17-19). No es el estudio de la Palabra, ni el servicio en la iglesia, ni el cumplir con todo, sino el conocer el amor de Dios la manera de estar llenos del Espíritu Santo.
 

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