“Y quién podrá soportar el tiempo de su venida?, ¿o quién podrá estar en pie cuando él se manifieste? Porque él es como fuego purificador, y como jabón de lavadores. Y se sentará para afinar y limpiar la plata; porque limpiará a los hijos de Leví, los afinará como a oro y como a plata, y traerá a Jehová ofrenda en justicia. Y será grata a Jehová la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, y como en los años antiguos” (Malaquías 3:2-4).
Lectura: Mal. 3:1-4.
Las personas a las que se hace referencia en este texto son los levitas. Uno pensaría que los levitas serían los más santos de todo el pueblo judío, porque eran los que trabajaban en el templo y presentaban las ofrendas a Dios. Hoy día es como si Dios dijera, “Voy a refinar a todos los pastores y misioneros”. Lo que Dios quería fue que los levitas presentasen ofrendas aceptables delante de Él, porque ellos son los que tienen que interceder por el pueblo. Si los líderes religiosos están mal esto afecta el estado del pueblo delante de Dios. Esto no cambia en el Nuevo Testamento. Cuánta más responsabilidad tenemos, más santidad necesitamos. Otros dependen de nosotros.
Hay una nota de nostalgia en la voz de Dios cuando dice que las ofrendas de Judá y Jerusalén serán aceptables al Señor como en los años antiguos. Dios recuerda con emoción cuando los levitas le ofrecían ofrendas aceptables en tiempos pasados y quiere que suceda de nuevo, porque estaba complacido con esas ofrendas. Estaba contento, porque cubrían el pecado del pueblo para que Él pudiese relacionarse con ellos, cosa que deseaba de todo corazón. En nuestro caso, Dios está contento con el sacrificio correcto por nuestros pecados por el mismo motivo, por un lado, y también por la maravillosa actitud de Jesús cuando hizo la ofrenda perfecta de Sí mismo a Dios, por la relación de amor que existe entre ambos, Dios Padre y Dios Hijo. Él se complace con que Jesús se presentó ante Él como ofrenda por nuestro pecado, y nos perdona por la aceptación de esta ofrenda.
Así que venimos ante Dios con la ofrenda de Jesús y le decimos: “Vengo a tu presencia con un cuenco de sangre en mis manos tomada de la sangre que fluyó de la cruz, y te la presento como ofrenda por mi pecado”. Dios Padre mira la sangre vital de su Hijo y me da la bienvenida a su presencia, como si estuviese diciéndome, en palabras muy humanas: “Estás perdonado y aceptado en mi Hijo amado. Gracias por traerme esa ofrenda. Me conmueve. Me conmueve el corazón cada vez que recuerdo el amor de mi Hijo por mí cuando se entregó en la Cruz en obediencia a mi voluntad como ofrenda de amor. Cada recuerdo de su ofrenda es puro gozo para mí”.
Padre amado, gracias por prepararnos el sacrificio perfecto que nos limpia de nuestro pecado para que podamos presentarnos delante de ti y ser aceptados por el amor que tienes por tu Hijo. También lo amamos, y estamos unidos contigo en el amor que ambos tenemos para con Él. Tu amado Hijo es nuestro amado Salvador. Amén.
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