“En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:9, 10).
Lectura: 1 Juan 4:11-16.
El amor de Dios nos llega supremamente por lo que vivimos con Cristo en la cruz (1 Jn. 4:9, 10).
Pero Dios nos da muchas otras expresiones de su amor juntamente con Cristo:
Dios pone su Espíritu en nosotros. ¡El Espíritu Santo es un amor! El Espíritu derrama el amor de Dios a nuestros corazones: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Rom. 5:5). Él vive con nosotros, ora con nosotros, nos ayuda, consuela, enseña, comprende, asegura que lleguemos al cielo, nos encamina, y nos interpreta a Jesús. Nos ayuda a conocerlo.
El amor de Dios nos da esperanza para el presente y para el futuro. No vivimos en desesperación, o en oscuridad como los del mundo. Dios nos ha prometido el reino, un nuevo cuerpo, la restauración de la creación, que seremos como Cristo, porque le veremos tal como es. Ahora Dios me ve justificada. No siento vergüenza de mí mismo o fracasado, o insignificante; no vivo bajo una losa de culpa. He sido aceptado en el Amado.
Dios en su amor me ha dado todo lo que necesito. Ha cumplido su promesa: “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (Rom. 8:32). Pero, a la vez, es posible que tenga cosas no tan bonitas: dificultades, persecución, hambre, y pérdidas de bienes materiales por causa de Cristo. En estas dificultades tengo el gran consuelo de saber que todo lo que me pasa Dios lo está usando para bien: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados, porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hecho conformes a la imagen de su Hijo” (Rom. 8:28, 29). En toda calamidad y sufrimiento que me viene, el amor de Dios me llega.
No hay nada que me pueda separar del amor de Dios; ninguna montaña que tenga por delante, ningún abismo en que pueda caer. El amor de Dios me llega donde quiere que esté, y no importa lo que me pasa: en el abandono, si mi marido me deja; en la muerte, si se me muere; en enfermedades, aunque tenga una enfermedad incurable; en pérdidas, aunque terroristas me quemen la iglesia; en calumnias, aun si me acusan y penalizan injustamente; en ataques del maligno, en la angustia satánica, en la oscuridad total; en el desempleo, aunque me quede sin nada. El amor de Dios pasa por paredes de cárceles. Si he huido para salvarme la vida, me acompaña su amor, sosteniéndome. Triunfo por el amor de Dios en medio de ataques de demonios, guerras, cambios de gobierno, circunstancias hostiles, y el desamor de otros. Su amor me basta, y me llena de toda la plenitud de Dios, porque Dios es amor.
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