“Luego que hubo hablado, le rogó un fariseo que comiese con él; y entrando Jesús en la casa, se sentó a la mesa. El fariseo, cuando le vio, se extrañó de que no se hubiese lavado antes de comer” (Lucas 11:37, 38).
Lectura: Lucas 11: 39-44.
Los fariseos tenían una ceremonia de verter agua sobre las manos antes de comer que no tenía nada que ver con la higiene. Simbolizaba su purificación del mundo exterior. “El Señor le dijo: Ahora bien, vosotros los fariseos limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de rapacidad y de maldad” (11:39). Lo triste del fariseísmo es que sus ojos no estaban sanos. Su visión de Dios y su Palabra estaba distorsionada hasta tal punto que no percibían la excelencia de la moralidad que enseñaba Jesús, ni la necesidad del arrepentimiento profundo al que conducía, ni la profundidad de la salvación que Él ofrecía, ni tampoco percibían al Espíritu de Dios que lo respaldaba. Estaban ciegos. Su religión se centraba en formas externas y no en la condición del corazón que podía abrigar odio, envidia, engaño, ambición egoísta, y motivación corrupta. Evidentemente es más importante tener el plato limpio, por dentro que por fuera; y es más importante tener el corazón limpio que las manos limpias.
Jesús dijo tres cosas en cuanto a los fariseos: Guardaban las apariencias externas y descuidaban la limpieza del corazón. Cuidaban los detalles de la ley, pero no el espíritu de la ley que es amor, misericordia y justicia. Su motivación era la de ser vistos y honrados, de conseguir puestos de importancia en la sociedad, y figurar; era todo fachada. Pero lo peor es que su religiosidad torcida contaminaba al pueblo, como un sepulcro cubierto de hierba que no se ve, pero contamina a la persona que lo pisa sin darse cuenta.
Los fariseos estaban engañados. Creían que servían a Dios con sus prácticas religiosas, pero no conocían ni el corazón de Dios, ni el Espíritu de la Palabra. Es fácil caer en su error hoy día. Nosotros mismos podemos estar igualmente engañados, pensamos que servimos a Dios, mientras que hacemos daño a la gente con nuestro legalismo duro y exigente, nuestra adherencia a costumbres propias que hemos añadido a las Escrituras, el juicio que emitimos contra otros que no interpretan la Biblia como nosotros, o contra los que no hacen lo que nosotros pensamos que deberían de hacer. Hacemos daño con nuestras prácticas religiosas que no nos dejan tiempo para atender a gente que sufre y nos necesita. ¿Tenemos el corazón compasivo que enseñan las Escrituras, o estamos más ocupados en debatir doctrinas controvertidas? El problema del fariseo es que no tiene tiempo para atender al mal herido que encuentra por su camino, porque lo contaminaría, y, es más, llegaría tarde al culto. No se da cuenta de que el no atender al herido lo contamina a él, ni de que es más fácil encontrar a Dios allí en el camino ayudando al necesitado que en el culto.
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