“Él riega los montes desde sus aposentos, del fruto de sus obras se sacia la tierra. Él hace brotar la hierba para el ganado, y las plantas para el servicio del hombre, para que él saque alimento de la tierra, y vino que alegra el corazón del hombre, para que haga brillar con aceite su rostro, y alimento que fortalece el corazón del hombre. Los árboles del Señor se sacian, los cedros del Líbano que el plantó, donde hacen sus nidos las aves, y la cigüeña, cuya morada está en los cipreses” (Salmo 104:13-17).
Lectura: Salmo 104:16-23.
Aquellos de nosotros que hemos pasado de la sequía a la abundancia de agua en estos días nos maravillamos con la misericordia de Dios. Con todo lo modernos que somos, no podemos vivir sin agua, ni podemos hacer que llueva. La angustia de estos meses pasados ha sido muy fuerte, viendo venir la primavera sin agua. Los cielos se ponían negros una y otra vez solamente para ver desaparecer las nubes tras vientos recios dejando la tierra tan árida como antes. Daba pena ver las hojas brotar como en todas las primaveras, los árboles pensando que vendría el agua como siempre, por fe creyendo que llovería, y luego viendo que no. La naturaleza cuenta con la fidelidad de Dios. Los pájaros cantaban, pero ¿dónde iban a encontrar agua en los meses del calor, si no llovía? Los animalitos del bosque perderían su hábitat, su comida y su bebida. No había agua para regar los jardines. ¿Tendríamos que ver secarse los jardines de las plazas y de las calles? ¿Tendríamos parques de cemento sin vegetación? ¿Qué de todos los arbustos que habíamos plantado? ¿Era cuestión de dejarlos morir de sed? Con cada nube que veíamos, pedíamos que Dios enviase agua del cielo, hasta que Dios escuchó nuestro clamor, juntamente con el de su creación, y nos envió lluvias en abundancia. Cumplió su Palabra: “Los árboles del Señor se sacian”, o como lo expresa otra versión: “Los árboles del Señor están bien regados”.
Los que viven en ciudades no están en contacto con la naturaleza como los que vivimos en el campo. No tienen ni idea de cuánta agua hace falta para regar un árbol. Es inútil regar un árbol con una manguera, porque no puedes. Necesita demasiada agua. Tiene que penetrar la tierra dura y bajar hasta llegar a donde están las raíces. Y hay miles y miles de árboles. ¿Cómo puedes regar todos ellos? Esta es la maravilla de la lluvia. De golpe, Dios riega a todos sus árboles a la vez. Y es hermoso ver cómo se abren para recibir la lluvia. Disfrutan. Beben y beben la deliciosa agua hasta saciarse. Se refrescan y brillan con nueva luz. En los días después de muchas lluvias casi los oyes cantar. Tienen otro aspecto: satisfechos, contentos, relucientes, prósperos y agradecidos. Se dan cuenta de que Dios ha pasado por allí: “Él pone las nubes por su carroza, y anda sobre las alas del viento; hace a los vientos sus mensajeros” (104:3, 4), para comunicar sus maravillas en el mundo de la naturaleza.
Tomando ejemplo de los árboles, nos abrimos bajo la copiosa misericordia de Dios para beber de su bondad y refrescar nuestras almas.
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