“Entonces Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, se le acercaron, diciendo: Maestro querríamos que nos hagas lo que pidiéremos. Él les dijo: ¿Qué queréis que os haga? Ellos le dijeron: Concédenos que en tu gloria nos sentemos el uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda. Cuando lo oyeron los diez, comenzaron a enojarse contra Jacobo y contra Juan” (Marcos 10:35-37, 41).
Lectura: Marcos 10:35-45.
Después de oír su petición, Jesús les explicó a sus amados discípulos con mucha paciencia que la actitud correcta del creyente es todo lo contrario a la que ellos estaban exhibiendo. No es la búsqueda de gloria y poder para uno mismo, sino la de asumir el rol del siervo de todos: “Mas Jesús, llamándoles, les dijo: Sabéis que los que son tenidos por gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y sus grandes ejercen sobre ellos potestad. Pero no será así entre vosotros, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos” (10:43).
Pedro, una vez que fue investido con el Espíritu Santo, aprendió la lección. Él, juntamente con Santiago, el hermano de Jesús, fueron los líderes de la Iglesia de Jerusalén, pero no con afán de señorear sobre la grey, sino sirviendo a sus hermanos como el Señor Jesús le había mandado: “y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lu. 22:32). La vanagloria después de Pentecostés ya no formó parte del carácter de Pedro. Él nunca se vistió de ropaje suntuoso como el mandamás, sino que siguió el ejemplo del Señor Jesús, el humilde hijo del carpintero de Nazaret, pobre y despreciado, que había renunciado a su esplendor para servirnos a nosotros, cumpliendo a la perfección la profecía de Isaías: “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos” (Is. 53:3).
Es inconcebible pensar en Pedro como el primer Papa luciendo vestimentas esplendorosas denotando un estatus superior a los demás creyentes, formando parte de una élite especial. Sus escritos revelan a un Pedro humilde que ejemplificaba lo que enseñaba: “Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo” (1 Pedro 5:6). Esto lo hizo Pedro. Llamaba la atención hacia Jesús, nunca hacia sí mismo, ni hacia su cargo: “Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas… porque vosotros erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y Obispo de vuestras almas” (1 Pedro 2:21, 25). Enseñaba y vivía la humildad que había aprendido de Jesús. Decía a los ancianos de las iglesias: “Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo anciano también con ellos… Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey” (1 Pedro 5:1-3). No ostentó ninguna superioridad, sino la igualdad con los demás líderes de las congregaciones. Todo su empeño era glorificar al Señor Jesús, nunca a sí mismo: “Y cuando aparezca el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria” (1 Pedro 5: 4). Lo que vemos hoy en día en el Vaticano y en el papado nunca formaba parte del Pedro que hemos llegado a conocer y amar por medio de las Escrituras.
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