LA GLORIA DE ROMA (3)

 

“Mas Jesús, llamándoles, les dijo: Sabéis que los que son tenidos por gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y sus grandes ejercen sobre ellos potestad. Pero no será así entre vosotros, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos” (Marcos10:43).
 
Lectura: Marcos 10:35-45.
 
            Cuando el Señor Jesús salió del templo de Jerusalén por última vez, antes de su pasión, los discípulos se quedaron alucinados por la gloria del templo que era una de las siete maravillas del mundo antiguo: “Cuando Jesús salió del templo y se iba, se acercaron sus discípulos para mostrarle los edificios del templo. Respondiendo él, les dijo: ¿Veis todo esto? De cierto os digo, que no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada” (Mateo 24:1, 2). La profecía de Jesús se cumplió al pie de la letra. Cuando el ejército romano, bajo el mando del general Tito, invadió Jerusalén en el año 70 d. C., prendió fuego al templo y se derritió el oro con que estaba revestido el lugar santísimo. En su afán de conseguir el oro sus tropas desmontaron el templo piedra por piedra para hacerse con el oro que se había derretido para llenar los espacios entre las rocas. No quedó piedra sobre piedra. La gloria de este mundo es pasajera.
 
            La belleza arquitectónica de la iglesia de San Pedro de Roma es innegable. El arte de Miguel Ángel en la Capilla Sistina la ha hecho famoso por el mundo entero. Nos cuesta imaginar la pompa y ceremonia que acompañará al clero del Vaticano cuando se vista con sus vestimentas oficiales para las ceremonias, especialmente para las del año de jubileo, 2025, pero el Señor Jesús dijo: “Considerad los lirios del campo, cómo crecen; no trabajan ni hilan; pero os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos” (Mat 6:28, 29). Lo mismo que pasó con el templo de Jerusalén pasará con todos los edificios espléndidos de Roma cuando el mundo se prenda en fuego en el juicio que acompañará el retorno del Señor Jesús (2 Pedro 3:10).  
 
            Lo que es valioso a los ojos de Dios es la belleza invisible y espiritual que perdurará para siempre. De esto el apóstol Pedro escribió: “Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios” (1 Pedro 3: 3, 4). La gloria de este mundo es una; la gloria que Dios valora es otra. Sin menospreciar el arte y el esplendor de este mundo, sino poniéndolo en su contexto temporal y superficial, procuremos el ornato de un espíritu afable y apacible que es de mucha más estima a los ojos de Dios. Lo que Él valora es un corazón contrito y humillado que nunca despreciará (Salmo 51:17). El tesoro de Dios es su pueblo redimido por la sangre de su Hijo. Allí está su corazón.  


 
     
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