“Con el misericordioso te mostrarás misericordioso, y recto para con el hombre íntegro. Limpio te mostrarás para con el limpio, y severo serás para con el perverso” (Salmo 18:25-26).
Lectura: Salmo 18:20-28.
Percibimos a Dios por las gafas de nuestra personalidad. Si somos misericordiosos, percibimos la misericordia de Dios. Si no lo somos, no lo reconocemos; no tenemos el punto de referencia en nosotros mismos para reconocer la misericordia cuando la vemos. Pensamos que Dios es como nosotros. Si somos exigentes, pensamos que Dios también lo es, porque lo hacemos como nosotros. Hacemos a Dios según nuestra imagen en lugar de verlo como es, totalmente distinto. Si damos a la gente su merecido, pensaremos que Dios también lo hace, y esperaremos este trato de parte de Él para con nosotros mismos.
Por esto es muy difícil que un fariseo aprecie a Dios. Su sistema es cumplir con todas las exigencias de la Ley y condenar al que no lo hace, él mismo incluido. Es duro consigo mismo y duro con los demás. La misericordia no entra en su escala de valores. Para él la misericordia es injusta, y así lo es, por eso es misericordia. La justicia es dar a cada uno su merecido; la misericordia es no tratarnos según nuestros pecados. El legalista piensa que Dios es legalista. Su concepto de la vida es cumplir con una serie de requisitos para alcanzar la perfección. Por esto es primo hermano del perfeccionista. Se siente satisfecho cuando ha cumplido. Se condena a sí mismo cuando no. Le cuesta ver más allá de la Ley a un Dios que entiende nuestra condición, que sabe que somos polvo, que el pecado nos ha corrompido hasta la médula y que no hay nadie capaz de hacer el bien. Según este criterio, o bien Dios nos condena a todos, o bien tiene manga ancha, pero ninguna de las dos cosas es cierta. Dios exige el total cumplimiento de la Ley, pero a sí mismo. Sólo puede relacionarse con nosotros por medio de Cristo, porque Él cumplió la Ley a nuestro favor.
Aquí es donde se produce un choque frontal entre la teología del legalista y su personalidad. Su teología admite que Cristo es nuestra justicia, su personalidad exige el total cumplimiento de la Ley de parte de todo creyente, él incluido. Aunque estamos bajo la gracia, no nos podemos saltar las enseñanzas del Nuevo Testamento en cuanto a la vida que Dios espera de nosotros. Pero, aun intentando cumplirlas, fallamos. Aun si no fallásemos, tampoco nuestra conducta serviría como base para relacionarnos con Dios. Siempre nos relacionamos con Dios por medio de su misericordia. Entonces, ¿qué solución hay para nuestro pobre hermano, el legalista? Llevar su legalismo a la Cruz, como hacemos con cualquier otro pecado, y aprender a ser misericordiosos, para que pueda apreciar la misericordia de Dios, y usar esta misericordia en Cristo como base para relacionarse con Dios, y con los demás.
Padre amado, enséñame a tener la misma misericordia hacia otros que quiero que tú tengas de mí. Que aprenda lo que quiere decir: “Misericordia quiero y no sacrificio” (Mateo 9:13), porque me cuesta. Me sacrifico “cumpliendo”. En lugar de esto, enséñame a sacrificarme mostrando misericordia a los demás. Amén.
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