“Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquél, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico” (Lucas 16:19, 20).
Lectura: Lucas 16:22-25.
¡Cuántas veces hemos leído esta historia y condenado a este hombre rico que no daba nada de comer al pobre Lázaro que mendigaba a su puerta! La historia nos dice que el hombre rico tenía un “banquete con esplendidez” cada día. No sabemos si invitaba a sus amigos al banquete, o si disfrutaba solo de esta opulencia. El único detalle que tenemos es que Lázaro “ansiaba saciarse de las migajas” que caían de su mesa, pero no le caía esa breva. Pasaba mucha hambre porque el hombre rico no le daba nada de comer. Este pobre se estaba muriendo de hambre al lado de una mesa de banquete sin probar nada. ¡Lo que pasaba era que Lázaro daba asco con sus llagas abiertas supurando y los perros lamiéndoselas! ¿Cómo iba este hombre rico a salir de su pulcra y esterilizada casa para mezclarse con la inmundicia que yacía a su puerta? Aquello era otro mundo. Él no tenía nada en común con este miserable. No iba a contaminarse con él. Además, las riquezas eran suyas y él tenía el derecho de disfrutar de ellas como quisiese. ¿Qué culpa tenía él de que este hombre estuviera enfermo? ¡Que se buscase un médico! Incordiaba bastante tirado allí a su puerta. Ya podía estar contento de que no llamase a la policía para quitarlo de en medio.
¿Has pensado alguna vez que nuestra iglesia es como el hombre rico y Lázaro es como el barrio que rodea la iglesia? Somos como una isla de abundancia rodeada de un mar de pobreza. Nosotros disfrutamos de banquetes espirituales cada semana mientras el mundo de fuera se está muriendo de hambre. Nunca han probado siquiera el Pan de Vida que nosotros comemos siempre. No saben lo que es estar llenos de la Palabra de Dios, de estar saciados. Somos un restaurante en medio de las masas espiritualmente pobres, pero no las tocamos. No son de nuestra clase. Sabemos la Biblia de memoria y vamos aprendiendo más y más, pero nuestro conocimiento no tiene salida. Somos unos gordos espirituales mientras el barrio que rodea la iglesia está lleno de gente muriéndose de hambre. Pasamos al lado de ellos cada semana para entrar en nuestra casa de banquete sin nunca ofrecerles nada de comer de la comida espiritual con que nos llenamos siempre.
Dios, ¿cómo lo ve? ¿Qué pasó con el hombre rico? ¿Se condenó por errores doctrinales? Igual iba a la sinagoga regularmente. Se supone que era un miembro respetado por la sociedad. Habría sido un judío que conocía bien la Ley de Dios. No se le habría pasado por la cabeza que se iba a condenar por un detalle tan insignificante como no dar de comer a un mendigo. Se ve que sus hermanos también trabajaban bajo las mismas premisas e iban camino al mismo lugar de condenación. Tenía pena por ellos, pero no por la clase baja que pasaba hambre.
El pecado no es saciarnos de la Palabra; es no compartirla con los necesitados que tenemos a nuestra puerta. Como iglesia, ¿cómo podemos remediar esta situación?
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