EL AMOR DE DIOS (4)

Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a si mismo por mí” (Gal. 2:20). “Al que no conoció pecado, por nosotros (Dios) lo hizo pecado para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21). “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is. 53:5, 6). 
 
Lectura: Is. 53:4-8.
 
            Hemos ido diciendo que el lugar del perdón de nuestro pecado y de la sanidad de nuestras heridas es la cruz, donde nos crucificamos juntamente con Cristo. Allí dejamos nuestro pecado, nuestro sufrimiento, y nuestra reacción pecaminosa al mal que hemos recibido, todo clavado en la cruz, más concretamente, en la Persona de nuestro Salvador, quien fue hecho pecado por nosotros.
 
Nuestro pecado consiste en abandonar a Dios, desobedecerlo, violar su Ley, descuidar nuestra alma, mostrarle indiferencia, ser ingratos, sordos a su voz, tener dureza de corazón, falta de amor por otros, indiferencia a sus necesidades, el incumplimiento de nuestras responsabilidades, y nuestro propio egoísmo.
 
El daño que hemos recibido puede ser el abandono, el desprecio, el hambre, no ser valorados y apreciados, malos tratos, abusos, la violación sexual, y cosas semejantes. Esto, a su vez, suele provocar una respuesta pecaminosa de nuestra parte que puede manifestarse en ira, violencia, rencor, amargura, o actos de venganza.
 
Todo este conjunto de mal se lo traspasamos a Él, cuyo cuerpo fue abierto para recibir el pecado nuestro y de los que pecaron contra nosotros, contaminándolo, y haciéndolo culpable de lo nuestro: “Al que no conoció pecado, por nosotros (Dios) lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. Él sufrió la ira de Dios contra nuestros agresores y contra nosotros mismos sobre su cuerpo llagado, quebrantado y repleto de una carga de pecado que solo un Ser Divino sería capaz de soportar, movido por amor: pues, “me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Este amor me llega cuando le paso mi pecado y sufrimiento a Él y siento cómo sale de mí y entra en él, dejándome limpia y sanada. Dios ha quitado mi corazón de piedra y me ha dado un corazón de carne (Ez. 36:26) en esta transacción, este intercambio, para que pueda sentir el amor de Dios, y responder perdonando y amando a otros.  
 
Así tengo la sanidad de mis heridas, la liberación de mi pecado y el alivio de mi culpa en la cruz. No es una doctrina, es una experiencia vivida intensamente con lágrimas de gratitud y alivio en la intimidad de la conexión con Cristo. Mi corazón ha sido limpiado y sanado.
 
 Con esta sanidad, el amor de Dios ya me llega.  


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