“Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5).
Lectura: Is. 53:4-6.
Vamos a centrarnos en una parte vital de la sanidad de las heridas que afectan nuestra salud mental, parte que no tocamos en las dos meditaciones anteriores por merecer una atención exclusiva: el papel de la Cruz en la salud mental. El pecado ha afectado profundamente a la mente humana. Ha afectado nuestra capacidad de percibir la verdad, de ser racionales, nuestra perspectiva de la realidad, nuestra capacidad de razonar, de ser objetivos, de distinguir entre el bien y el mal, de ser honestos y de comprender la justicia. Con la entrada del pecado en el mundo el ser humano sufrió un deterioro importante en su intelecto que afecta todas las áreas de su vida, puesto que la mente es el motor y director de las acciones. Una vez que hemos conocido a Cristo tenemos por delante la gran tarea de reprogramar nuestra mente conforme a la Palabra de Dios, que es la Verdad. Cuanto más enferma la mente, más difícil será esta tarea. Cuanto más pecado hemos cometido y cuanto más han pecado contra nosotros, tanto más trabajo tendremos para convertir nuestra mente carnal en la mente de Cristo, que, por definición es el modelo por excelencia de una mente sana.
La cruz es el lugar del perdón de pecado que hemos cometido y de la sanidad de las heridas resultantes del pecado cometido contra nosotros. Jesús murió por mi pecado y por el pecado de otros contra mí. Él llevó sobre sí el pecado del mundo: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado” (2 Cor. 5:21). “Más él herido fue por nuestras rebeliones, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido” (Is. 53:4). Dios lo hirió por tu pecado y por el pecado del otro que pecó contra ti. Él llevó todo el pecado en la cruz. Todo el daño cometido a ti lo llevó en su cuerpo. Sus heridas son las tuyas. El pecado inflige heridas, pero “por su llaga fuimos nosotros curados”. ¿Cómo funciona esto? Tú acudes a la cruz con tus llagas abiertas desangrando, infectadas y supurando. Ves a Jesús cubierto de llagas. Subes a la cruz y te crucificas con Él, tu cuerpo sobre el suyo, tus llagas desangrando sobre las suyas, la infección de las tuyas fluyendo a las suyas hasta que toda la infección haya pasado de tu cuerpo al suyo. Ya no tienes más infección, todo se ha pasado a Él. Has quedado limpio de enfermedad y Él queda contaminado con tu contaminación. Tú estás sana, porque tu pecado ya está fuera de ti, en Él. Tu herida es curada por la suya.
Esto es lo que ocurre cuando confesamos nuestro pecado y perdonamos al que ha pecado contra nosotros: la muerte de Cristo nos sana. Si no perdonas, te quedas con la herida infligida por el otro. Perdonar es recibir sanidad. No perdonar es quedarte con las llagas abiertas y supurando. La única cura es pasar a Jesús el pecado de otros contra ti y dejar que Él sufra por él y lo quite de en medio, sanándolo. Perdonar al otro nos limpia de obsesiones neuróticas, deseos de venganza, odio, rechazo, pena, autolástima, prejuicio, enjuiciamientos, deseos de morir, profunda tristeza, complejos y toda actitud enfermiza. El recibir perdón nos sana, porque la justicia de Dios se ha realizado. Hemos sido “hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21). Tenemos paz con Dios, paz con el otro, paz con nosotros mismos. Tenemos paz mental. Todo está bien. Estamos sanos.
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