“Andando junto al mar de Galilea, vio a Simón y a Andrés su hermano, que echaban la red en el mar; porque eran pescadores. Y les dijo Jesús: Venid en pos de mí, y haré que seáis pescadores de hombres. Y dejando luego sus redes, les siguieron” (Marcos 1:16-18).
Lectura: Marcos 1:19, 20.
Una cosa que hemos vivido como familia me hizo recordar esta historia de la vida de Jesús. Tenemos una gata que vive en nuestro terreno y siempre come aquí. Es arisca y no se deja tocar, pero se presenta en nuestra puerta cuando tiene hambre. Pues ella tuvo dos gatitos preciosos, uno negro y uno pardo. Los ha tenido en varios nidos para dormir, en distintos lugares, pero los enseñó a venir a la puerta para comer también. Tuvimos que hacer un viaje ministerial a Málaga y venía una amiga para darles de comer. Cuando volvimos después de cuatro días los gatitos no estaban. Pensábamos que estarían en alguno de sus nidos, pero al pasar las horas no aparecían. Ni al día siguiente, ni al otro. La gata ha ido por todo el terreno llamándolos. Ha subido escaleras, ha bajado escaleras, ha ido por aquí y por allí siempre llamándolos. La llamada ahora es triste y desesperada, pero sigue llamándolos, cada día, muchas veces al día, y ahora ha pasado una semana.
No la oyen porque están perdidos. No sabemos dónde están. No están muertos, o la gata los habría encontrado. No se habrían ido de parranda, porque todavía mamaban. No se habrían separado de la madre voluntariamente. Pensamos que alguien los ha cogido y que están encerrados en una casa. Pero tenían dueño, su madre, y ella los busca. Es una historia triste, sobre todo si tienes que escuchar la voz de la madre siempre llamando con insistencia. Persistiendo. No los da por perdidos. Los busca y los espera. Esto me ha recordado un himno que cantaba de niña:
Jesús nos llama sobre el tumulto del mar salvaje e inquieto de nuestra vida;
día tras día suena su dulce voz, diciendo: «Cristiano, sígueme».
Jesús nos llama a abandonar la adoración del vano depósito de oro del mundo,
de cada ídolo que nos quiere atrapar, diciendo: «Cristiano, ámame más».
En nuestras alegrías y en tristezas, en días de trabajo y en horas de tranquilidad,
todavía Él llama, en las preocupaciones y en los placeres: «Cristiano, ámame más que éstos».
Jesús nos llama: por tus misericordias, Salvador, que podamos escuchar tu llamado y
entregar nuestros corazones a Tu obediencia, para servir y amarte más que nada y nadie.
¿El Señor Jesús todavía te está llamando a ti? ¿Estás tan lejos que no oyes su voz? ¿Cuánto tiempo lleva llamándote? ¿Toda una vida? Es doloroso para los que te aman y extrañan ver cómo se afana en buscarte, cómo persiste en llamarte, cómo sufre por tu perdición. Oh Padre, ¡abre sus oídos! Por favor. No podemos soportar la tristeza de Jesús. Haz que oiga su voz y que deje todo y lo siga. Amén.
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