“Sean vuestras costumbres sin avaricia, contentos con los que tenéis ahora; porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré” (Heb. 13:5).
El Señor nos enseña a los creyentes que no seamos ambiciosos de tener bienes materiales, sino de descansar en Él y en su providencia. Todo el Nuevo Testamento sigue esta línea. En Fil 4:10-18 Pablo agradece un donativo que ha recibido de la iglesia de Filipos, y añade: “No lo digo porque tenga escasez, pues he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia”. Cuando Pablo pasó necesidad, no fue por falta de fe de su parte, sino que formaba parte del camino que Dios tenía para él. Aprendió la lección, la de dar gracias por lo que tenía, fuera mucho o fuera poco. El evangelio de la prosperidad enseña otra línea que no participa de la mentalidad del Nuevo Testamento.
“Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Cor. 8:9). Las riquezas que Cristo vino a darnos no son de naturaleza material, sino espiritual. Los discípulos no eran ricos en dinero, sino en dones eternos. Al joven rico Jesús le dijo: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mat. 19:21). Si hubiese hecho caso, habría seguido a Cristo como pobre en los bienes de este mundo, pero rico en el tesoro que Dios da que permanece para siempre.
Jesús advirtió sobre las riquezas de este mundo: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, sino haceos tesoros en el cielo… porque donde esté vuestro tesoro allí estará vuestro corazón” (Mat. 6:19-21). “No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mat. 6:24). Santiago denuncia a los ricos: “¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que os vendrán”. “Hermanos míos amados, oíd: ¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que le aman?” (Santiago 2:5 y 5:1). Pablo dice que nunca usó engaño, ni palabras hermosas para sacar dinero de sus oyentes: “Porque nunca usamos de palabras lisonjeras, como sabéis, ni encubrimos avaricia; Dios es testigo” (1 Tes. 2:5). Prefirió trabajar para mantenerse que pedir dinero a los tesalonicenses. El obrero es digno de su salario (1 Tim. 5:18), ¡pero nunca pide dinero, y menos aún un aumento en su sueldo! Esto es del todo reprensible. Choca con el espíritu de Cristo.
Alguno diría, “De acuerdo, pero entonces ¿por qué hay muchos versículos en el Antiguo Testamento que prometen riquezas a los creyentes? ¿No fue inmensamente rico Abraham? ¿No bendijo Dios a Job con riquezas incontables? ¿El templo de Jerusalén no fue una de las maravillas del mundo en su exhibición de riqueza y esplendor?”. La respuesta es que sí, pero en el Antiguo Testamento las riquezas eran materiales, visibles y una clara evidencia de la bendición de Dios, aunque temporales, mientras que, en el Nuevo, las bendiciones son espirituales y eternas. El Señor nos ha enseñado a pedir el pan de cada día, lo justo para cubrir nuestras necesidades, no la sobreabundancia de bienes materiales. Lo que nos ha prometido es sufrimiento aquí en este mundo, pero riquezas en el otro. “A los ricos de este siglo manda que no sean altivos, ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos. Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna” (1 Tim. 6:17-19). Nuestro deseo es ser ricos para con Dios, es decir, ricos en fe y en buenas obras, lo que Dios considera la verdadera riqueza.
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