“La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetrara hasta partir el alma y el espíritu, y las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:12, 13).
Lectura: Col. 3:8-13.
Todos hemos visto desfiles de modelos por la televisión. Entran las mujeres pavoneando, orgullosas de las prendas que exhiben, creyéndose elegantes. Nos escandalizamos de algunos modelitos que enseñan y nos preguntamos cómo es posible que no se den cuenta de que son feísimos, y que no las favorecen para nada. ¡No se nos ocurriría usar semejante prenda nunca, ni para limpiar la casa! Esta es la carne. Se ve bonita cuando otros tienen ojos para ver lo fea que es.
Miremos otro desfile. Entra en la iglesia una chica joven luciendo un vestido de seda de color crema con puntos de color gris y parches de una fábrica de cuados rojos y amarillos que lo desmerece. Los colores se desdicen. El vestido es chocante, pero la joven está orgullosa de su prenda. Recibe miradas de admiración de algunas espectadoras que van vestidas de la misma manera. Lucen unas prendas feísimas, pero no tienen ojos para verlo.
La joven del vestido de seda se sienta en un banco al lado de la esposa de uno de los ancianos. Las dos mujeres se saludan cariñosamente. Aún falta para comenzar el culto. La más joven espera un cumplido, pero como no viene, le dice a la otra: “Mira qué vestido más bonito encontré en mi armario. Se me olvidó que lo tenía. Lo tengo desde hace años, pero ¿a que se ve nuevo?”. Y se sonríe. La otra le sonríe en respuesta, pero no le dice nada. “¿Te gusta?”, insiste la joven.
“¿Te has mirado en el espejo antes de salir de casa?”, pregunta la esposa del anciano. “Claro”, le contesta. “Nunca salgo sin mirarme. Tengo un espejo muy grande en la entrada de casa”. “Pues vente a mi casa”, dice la otra, “y mírate en un espejo especial que tengo. Fue herencia de mis padres. Es un espejo que tiene poderes de iluminación. Cuando quieres saber la verdad acerca de algo, miras en este espejo y te la muestra. ¿Vendrás?”. “Vale. Has levantado mi curiosidad”.
Fiel a su palabra, la joven llega a la casa de su amiga al día siguiente luciendo el mismo vestido de ayer para ver cómo se ve en este espejo misterioso. La mujer le conduce a una habitación con elegantes muebles. En el tocador hay un hermoso espejo de mano plateado. Lo coge con respeto y cariño. “Era de mi madre. Ella la heredó de mi abuela. Es de mucho valor. Siempre dice la verdad”. Se lo pasó a la joven quien se mira en su luz reveladora. ¡Al verse reflejada se le escapa una exclamación de horror! “No puedo creer cómo me veía bien. Es feo el vestido, ¡pero estoy viendo dentro de mí! Veo mis motivaciones y deseos más íntimos, y son malos todos ellos, y sucios. No sabía que era así. Siempre me había visto como buena persona. Veo egoísmo, pensamientos feos y actitudes terribles. No amo a nadie. Soy ruin”. Y con esto se rompe a llorar. “Todas mis amigas me ven muy buena. ¡Qué engañada he estado!”, dice entre sollozos. En esta condición de quebranto la mujer mayor abre un libro negro que tenía en el tocador y con mucho cariño la conduce al camino de la verdad.
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