HORRIBLE INGRATITUD

“Y hay en Jerusalén, cerca de la puerta de las ovejas, un estanque, llamado en hebreo Betesda, el cual tiene cinco pórticos” (Juan 5:2).
 
Lectura: Juan 5:8-16.
 
Jesús sanó a un hombre paralítico que encontró en un pórtico de este estanque. Al verlo le preguntó si quería ser sanado. El hombre contestó que no tenía a nadie para ayudarle. ¡Lo dijo a Jesús, precisamente la persona que podía ayudarle más que nadie en este mundo!, pero el hombre no le pidió ayuda. En el breve intercambio de palabras el hombre no mostró ni fe, ni esperanza en Dios, solo amargura. No obstante, Jesús tuvo compasión de él y le mandó a andar con las palabras: “Levántate, toma tu lecho, y anda” (5:8). Al instante fue sanado, tomó su lecho y anduvo. Cuando se dio cuenta de que podía andar, no saltó de alegría, no dio gracias a Dios, ni siquiera a Jesús, ni preguntó a Jesús cómo se llamaba. ¡Alucinamos con aquel hombre! Lo ocurrido era para tirarse a los pies de Jesús en asombrosa gratitud, pero él no mostró nada de agradecimiento
 
Este milagro tomó lugar en el día de reposo. Cuando los fariseos lo vieron andando con su lecho a cuestas le dijeron que no era lícito hacer este trabajo en el día de reposo. ¡El lecho no pesaba nada! No había nada en la ley de Dios que prohibiese esa acción. El hombre echó la culpa al hombre que le había sanado. ¡A los fariseos no les interesaban para nada su sanidad! Tenían un milagro enorme delante de sus ojos y no adoraron a Dios ni le dieron gracias. No felicitaron al hombre por su sanidad. Al contrario, con rabia preguntaron cómo se llamaba el hombre que le había mandado llevar su lecho. El sanado se habría dado plena cuenta de su enfado.
 
Más tarde Jesús lo encontró en el templo, ¡pues el hombre sanado era religioso!, y Jesús le dijo: “Mira, has sido sanado; no peques más, para que no te venga alguna cosa peor”. Estando con Jesús de nuevo el hombre no le dio las gracias; ni se mostró gozoso y contento de estar sano. En lugar de esto, se fue derechito a los fariseos y delató que el nombre del que le había sanado era Jesús. Era un chivato. Para quedar bien con los fariseos, quienes nunca habían hecho nada para ayudarlo, traicionó a Jesús quien lo había sanado. Lo que le interesaba era quedar bien con los líderes religiosos. Había dicho que no tenía a nadie que lo ayudase, Jesús había venido a ayudarlo, y el hombre optó por la religión oficial, que nunca había hecho nada por él, y denunció a Jesús: “Y por esta causa los judíos perseguían a Jesús, y procuraban matarle”. Esto es lo que aquel hombre consiguió, que la religión buscase matar al hombre que lo había sanado. Nos quedamos atónitos. Que Dios nos libre de caer en semejante ingratitud.
 
Jesús le había advertido que no pecase más para que no le viniese algo peor, ¡y el hombre se fue y pecó más! ¿Y qué podría ser la cosa peor? ¿Otra enfermedad? Más que esto: el mismo infierno. Teniendo que elegir entre Jesús y la religión oficial, optó por la religión y se condenó. Si hubiese optado por Jesús, igual lo habrían echado del templo, pero se habría salvado. La salvación es costosa. En ningún momento este hombre se mostró preparado para ella.

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