DARLE TIEMPO A DIOS

“Cada uno se fue a su casa; y Jesús se fue al monte de los Olivos, y por la mañana volvió al templo… Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio” (Juan 7:53; 8:1-3).
 
Lectura: Juan 8:4-11.
 
¿Qué habría hecho Jesús por aquella noche? Pues, por la mañana se fue al templo y estaba sentado en el patio enseñando tranquilamente cuando le trajeron una mujer sorprendida en adulterio, para tentarlo. Le dicen: “En la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?” Conociendo su compasión hacia los más miserables querían que Jesús dijese que le perdonasen la vida, para acusarlo de romper la ley de Moisés. Le pusieron en un buen aprieto. Jesús no contestó en seguida. Se inclinó hacia el suelo, y se puso a escribir en tierra con el dedo. Pasó tiempo. Cada uno estaba pensando: la mujer, los fariseos, la gente. Jesús le dio tiempo al Espíritu Santo a ir hablando con cada uno.
 
Pasó el tiempo y Jesús no contestó. Ellos insistían en preguntarle. Finalmente, Jesús se enderezó y dijo: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella, e inclinándose de nuevo hacia el suelo siguió escribiendo en tierra”. No miró a nadie. Jesús apoyó la ley de Dios. Por segunda vez, Jesús escribió en tierra. Jesús estaba dando más tiempo al Espíritu de Dios para convencer a cada uno de su pecado. Dejó a cada uno libre para que Dios pudiese tocar su conciencia. Si hubiese ido mirando a la gente, sería un desafío para cada uno, a ver quién era más fuerte, él o Jesús, pero como no miraba a nadie, cada uno estaba libre para pensar. Se quedó cada uno solo con Dios. Pasaba el tiempo. Poco a poco, uno tras otro iba saliendo. Dios estaba haciendo su obra. Primero en uno, después en otro, y Jesús no decía nada, dejaba hablar a Dios.
 
Pasó más tiempo sin que Jesús mirase a nadie. Finalmente se quedó solo con la mujer. Le dijo: “Mujer, ¿Dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: Ninguno Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno”. Claro, Jesús era el único presente que estaba sin pecado y, por tanto, el único que podía haberla condenado. Pero no la condenó, porque no había venido a condenar al mundo, sino a salvarlo. Jesús no estaba pasando por alto el pecado, y no lo estaba justificando tampoco. Reconoció que la mujer debería morir, pero no la condenó. Le dio tiempo para que Dios pudiese seguir obrando en su vida. Nombró como pecado lo que ella había hecho, pues le dijo: “Vete, y no peques más”.
 
Había pronunciado estas mismas palabras al paralítico (Juan 5:14), y el hombre se fue y pecó, traicionando a Jesús. No sabemos lo que hizo esta mujer a continuación, pero sabemos que, si siguió pecando, finalmente Jesús la condenó, pero si luego puso su fe en Jesús como el único Justo, se salvó. Veremos.

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