“Entonces los que temían a Jehová hablaron cada uno a su compañero; y Jehová escuchó y oyó, y fue escrito libro de memoria delante del él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su Nombre. Y serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que Yo actúa; y los perdonaré, como el hombre que perdona a su hijo que le sirve. Entonces volveréis y discerniréis la diferencia entre el justo y el malo, entre el que sirve a Dios y el no le sirve. Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa, aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama. Mas a vosotros los que teméis mi nombre, nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación; y saldréis, y saltaréis como becerros de la manada” (Mal. 3:16-4:2).
Cristo volverá a la tierra física y visiblemente (Hechos 10,11; 1 Tes. 4:13-18) para juzgar a vivos y muertos (Heb. 9:27) establecer su reino eterno de justicia y paz (Lu. 2:32, 33).
El mundo actual será destruido (2 Pedro 3:7-13) y habrán nuevos cielos y nueva tierra (Is. 65:17-25; Ap. 21:1-4; Ap. 22:1-5).
En el Gran Día de Juicio todo ser humano se presentará delante de Dios para ser juzgado por lo que ha hecho (Ap. 21:8). Los libros serán abiertos y aquellos cuyos nombres no se hallan escritos en el libro del Cordero de la vida serán echados en el lago de fuego que es la segunda muerte y el infierno, del cual no hay salvación posible (Ap. 20:12-15).
Los salvos son los que han recibido el perdón de sus pecados (Mal. 3:17); han lavados sus ropas en la sangre del Cordero, el único medio de salvación (Ap. 1:5; Ap. 22:14), y están limpios para presentarse delante de Dios (Rom. 5:1, 2).
Los salvos comerán a la mesa con Abraham, Isaac, y Jacob en el reino de Dios (Mat. 8:11) y reinarán con Cristo eternamente.
Ya no habrá más mal, lágrimas o sufrimiento (Ap. 21:4), sino paz y prosperidad bajo el gobierno justo de Cristo a quien servirán gozosamente y adorarán como su Rey, su Dios y Salvador por la salvación que les ha procurado con su sangre (Is. 25:6-12; Is. 66:17-15; Ez. 48:35; Zac. 14:16; Ap. 21.1-6).
La salvación es única y exclusivamente por la gracia de Dios, sin mérito humano, y sin la mediación de la Iglesia, santos o vírgenes (Ex. 15:2; Jonás 2:9; Salmo 3:8; Is. 45:21, 22; Hechos 4:12; Rom. 1:16; Ef. 1:3-14; Heb. 5:9; Ap. 7:10).
A Él, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, el bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes y Señor de señores, sea la gloria, la honra, el poder y la alabanza, única, exclusiva y eternamente, ahora y por los siglos de los siglos. Amén (Ez. 1:26-28; 1 Tim. 6:15, 16; Ap. 5:11-13).