“Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:24).
Lectura: Mateo 26:36-46.
Un amigo me dijo que estaba preparando un estudio sobre Getsemaní. Dijo que no sabía qué decir, porque es un pasaje tan familiar que todo el mundo ya lo conoce. Yo le dije que no lo conocen en absoluto en su experiencia personal, que muy pocas personas han vivido lo que Jesús vivió en Getsemaní, la renuncia de su misma vida. Estaba renunciando a su derecho a su propia voluntad, a sus planes y a lo que quería él. Estaba dejando enteramente en manos del Padre aquello que le tenía que pasar. Estaba renunciando a su propia voluntad y sacrificando su carne. La carne tiene mucho que decir sobre el tema de la renuncia. Grita. Protesta. Reclama sus derechos. Te dice que tu cuerpo es tuyo para usarlo como tú quieras. No quiere sufrir. Se queja. ¡Y el clamor en tus oídos es insoportable! La carne no quiere morir. ¡Aun cuando está en la cruz, quiere bajar! Jesús dijo: “El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil. Otra vez fue, y oró por segunda vez, diciendo: Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad” (Mat. 26:41, 42).
¿Cuántos de nosotros hemos ido a Getsemaní y renunciado a lo que quiere nuestra carne? Acariciamos sus deseos. Nos apetecen. Son atractivos y codiciables. Se presenta una batalla campal a la hora de la crucifixión de la carne. Involucra todo nuestro ser: alma, espíritu, mente y cuerpo. Surgen emociones muy fuertes. Pasiones. Deseos naturales luchan contra nuestra mente que sabe lo que tenemos que hacer, y contra nuestro espíritu que desea hacer la voluntad de Dios. Pagaría cualquier precio para agradarle. Sabe que la voluntad de Dios es perfecta. Sabe que Dios nos ama y quiere lo mejor para nosotros. ¡Pero la carne tiene unas pasiones que desconocíamos! ¡Nunca habíamos calculado con esta fuerza! Nos vuelve locos. Nos arrastra. Nos impulsa para hacer aquello que sabemos que no debemos hacer. Gritamos al Señor pidiendo su ayuda. Las palabras de este himno nos vienen a la mente:
Adentrándome en la cruz de Jesús,
Cada vez más profundo me meto,
Siguiéndole por el huerto,
Enfrentando al temido enemigo;
Bebiendo la copa de tristeza,
Sollozando con corazón roto,
“¡Oh Salvador, ayúdame!, ¡Querido Salvador, ayúdame!
Dame tu gracia por mi debilidad”.
Pablo escribe: “Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis. Pero si sois guiados por el Espíritu no estáis bajo la ley” (Gál. 5:16, 17). Para muchos esta experiencia de la renuncia de la voluntad propia y la aceptación de la divina es una asignatura pendiente. Que el Señor nos enseñe sus caminos.
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