“No te inquietes por la gente mala que prospera, ni te preocupes por sus perversas maquinaciones. ¡Ya no sigas enojado! ¡Deja a un lado tu ira! No pierdas los estribos, que eso sólo trae daño” (Salmo 37: 7, 8, NTV).
“Por nada estéis afanosos” (Filipenses 4:6).
Lectura: Salmo 37:7-17
Desde los días de Caín y Abel ha había conflicto perpetuo entre los impíos y los justos: “Maquina el impío con el justo” (37:12). El desafío para el justo es esperar en Dios y no actuar con ira, ni devolver mal por mal, sino dejar que Dios haga justicia.
La preocupación:
- Es mal testimonio.
- Hace desagradable mi presencia a los que están cerca de mí.
- Me hace parecer inestable.
- Conduce a otros pecados.
- La vasta mayoría de las cosas que tememos que van a pasar nunca ocurren.
- Casi siempre nos preocupamos por motivos egoístas.
- Evidencia una falta de confianza en el Señor.
- Me roba la paz, el gozo, contentamiento, dominio propio y calidez.
- Quita mi capacidad de recibir el amor de Dios.
- No me deja oír al Espíritu Santo.
- Me quita osadía y valentía para hacer la voluntad de Dios.
- Me convierte de árbol a zarza.
- Evidencia que dependo de mi propia fuerza y capacidad.
- Hace que me salgan arrugas y me hace engordar.
- Es una pérdida de tiempo y energía, y me amarga la vida.
- Es una falta de fe.
- Es ignorancia del amor de Dios.
Creemos que la preocupación es normal porque vivimos fuera del jardín. Cuando estábamos en el jardín, no nos preocupábamos. La preocupación hizo que Israel se quedase en el desierto por cuarenta años y que aquella generación no entrara en la tierra prometida. Algunos de nosotros no solamente nos preocupamos, ¡creamos en nuestra mente una película de Hollywood tan realista que nos hace llorar! Cuando vemos a una amiga preocupándose por algo, nuestra inclinación es decirle, ¡vamos a preocuparnos juntas! Pero solo debe estar preocupada si no hay Dios, o si sus promesas no son ciertas. Dios es el defensor del justo; el impío se defiende a sí mismo. Cuando estamos preocupados, tenemos que hablar a nuestra alma y decirle: “¿Por qué te abates, oh alma mía, y por qué te turbas dentro de mí? Espera en Dios; porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío” (Salmo 42:5, 11, y 43:5).
[1] Escrito en conjunto con nuestra hija, Rebeca Cretney.
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