“Mas Jehová está en su santo templo; calle delante de él toda la tierra” (Habacuc 2:20).
Lectura: Hab. 2:18-20.
En el segundo capítulo del libro de Habacuc hay dos versículos claves; uno versa sobre el cometido del hombre, y el otro sobre el cometido de Dios. Son: “El justo por su fe vivirá” (2:4), y “Jehová está en su santo templo” (2:20). El justo por su fe cree que Dios está en su santo templo y que desde esta santa sede está gobernando el mundo. La apariencia de fuera es de destrucción y caos, pero todo esto está bajo el control de Dios. Sí, habrá una guerra cruel y sangrienta. Vendrá destrucción y muerte. Parece que Dios ha abandonado a su pueblo, pero no es cierto. Está sentado en su trono en su santo templo, y desde allí gobierna al mundo en justicia, porque su trono es trono de santidad.
Este versículo que dice que Dios está en su santo templo concluye una larga sección de ayes contra los gobiernos del mundo que practican injusticia: se hacen ricos a expensas de otros; se protegen con sus riquezas deshonestamente conseguidas; edifican sus ciudades con sangre; se emborrachan para pecar; y hacen todo esto confiando en sus ídolos muertos (2:6-19). En contraste, el Dios verdadero está vivo, santo y potente, reinando como Rey y Dios. Por lo tanto: “Calle delante de él toda la tierra” (2:20). Dios tiene la última palabra. No hace falta usar la voz para instruirlo en cuanto a lo que tiene que hacer. Dios determina el curso de la historia y su justicia es perfecta.
Nosotros, en nuestra dispensación, entramos en su santo templo con reverencia, respeto y temor respirando su ámbito de santidad y hermosura. Los judíos en tiempos de Habacuc no podían entrar en el templo de Dios; solo los sacerdotes tenían este privilegio. Los demás tenían que confiar en Dios desde fuera. En contraste, nosotros, “teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través de su carne, nos acercamos en plena certidumbre de fe” (Heb. 10:19-22). Y encontramos que su templo es lugar de quietud, paz, y orden. Entramos en su presencia y lo adoramos sin necesidad de palabras, como dice el salmo: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios” (Salmo 46:10). En esta quietud respiramos la perfección de Dios.
“Adorad a Jehová en la hermosura de la santidad; temed delante de él, toda la tierra. Decid entre las naciones: Jehová reina. También afirmó el mundo, no será conmovido; juzgará a los pueblos en justicia. Alégrense los cielos, y gócese la tierra; brame el mar y su plenitud. Regocíjese el campo, y todo lo que en él está. Entonces todos los árboles del bosque rebosarán de contento, delante de Jehová que vino; porque vino a juzgar la tierra. Juzgará a los pueblos con su verdad” (Salmo 96:9-13). Amén.
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