ANTES Y SIEMPRE

 

“Antes que naciesen los montes y formases la tierra y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios” (Salmo 90:2).
 
Lectura: Salmo 90:1-4.
 
            Tendemos a pensar en Dios ocupándose con el gobierno del mundo, quitando reyes, poniendo reyes, escuchando oraciones, haciendo su obra en corazones, despachando ángeles al mundo para hacer sus mandados, conociendo todos los pensamientos de billones de habitantes de la tierra, como si la atención y la existencia de Dios se centrase en este planeta; pero el salmista nos recuerda que: “antes que naciesen los montes y formases la tierra y el mundo, desde el siglo, y hasta el siglo, tú eres Dios”. ¡No podemos imaginarnos a Dios sin nosotros para ocupar su tiempo! ¿Qué hacía Dios en el cielo antes de la formación de los mundos, cuando sólo existía el cielo? ¿Tenía en qué pensar? ¡Su existencia no se centra en nosotros, criaturas finitas que somos, aunque nos cuesta creerlo!
 
            Hay mucho que ignoramos, pero una cosa sabemos, “Cristo es el Cordero de Dios crucificado antes de la fundación del mundo: “un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo” (1 Pedro 1:19-20). Él es “el Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo” (Apocalipsis 13:8). “Antes de que naciesen los montes y formó la tierra y el mundo” el Hijo se había ofrecido para nuestra salvación y el Padre lo adoraba (Heb. 1: 8-9) y lo amaba por la perfección de su corazón de amor, por su abnegación y entrega a la voluntad del Padre. Siempre le había visto con la disposición de obediencia: “Heme aquí, envíame a mí” (Is. 6:8). “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Heb.10:7). La Cruz de Cristo estaba en la mente y el corazón de Dios antes de que los mundos existiesen. El Padre adoraba al Hijo por su perfecto amor hacia Él que lo llevaría a la obediencia absoluta de la Cruz y el Hijo adoraba al Padre con su completa entrega de amor. La Cruz por todo tiempo y por toda la eternidad representa el amor de Dios, el amor del Padre para con el Hijo, y el amor del Hijo para con el Padre. Nosotros somos el objeto de este amor. Por medio de nuestra redención, este amor se manifiesta: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre para que lo visites?” (Salmo 8:4).
 
            La Cruz fue la ocasión para manifestar lo que siempre había estado presente.
 
Querido Dios,
No somos el motivo de tu existencia; tú eres el motivo de la nuestra. Lo que pasas es que nosotros hacemos resaltar lo mejor de ti, pues a causa de nuestro pecado se ha revelado el amor de Dios y la entrega del Hijo eterno, y por nuestra santificación se ha evidenciado el poder del Espíritu Santo. Amén.
 

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