“Vino a él un leproso, rogándole; e hincada la rodilla, le dijo: Si quieres, puedes limpiarme. Y Jesús, teniendo misericordia de él, extendió la mano y le tocó, y le dijo: Quiero, sé limpio” (Marcos 1:40, 41).
 
Lectura: Marcos 1:40-45.
 
            La compasión de Jesús lo movió a sentir lástima por la gente, a identificarse con sus dolores y enfermedades, a gastarse física y emocionalmente por ellos, impulsado por la pena que le dio ver la condición en que estaban. Yo soy aquel leproso, consciente de que no debo estar con la gente, y mucho menos con Jesús, pero me acerco y le suplico sabiendo que tiene poder para sanar, ¿pero querrá sanarme a mí?  Estoy hecha una piltrafa, úlceras por todo el cuerpo, supuran, huelo mal, la ropa rota y sucia, me faltan dientes, el pelo asqueroso, y lo miro y le digo: “Si quieres, puedes limpiarme”. Jesús extiende su mano y la deja descansar sobre mi hombro. No tiene miedo de contagio. La compasión lo vence. Me mira con su mirada limpia y penetrante, lleno de compasión, y me dice: “Quiero”.   
Cuando el malherido, el alma afligida
Yace desangrando y sin curar,
Solo hay una mano, una mano traspuesta,
Que puede sanar la herida del pecador.
 
Cuando la conciencia acusa el corazón cargado
Y fluyen lágrimas de contrición,
Solo hay un corazón, un corazón quebrantado,
Que puede sentir la desesperación del pecador.
 
Cuando un profundo remordimiento ha llorado en vano
Avergonzado de algún pecado vil,
Solo hay un arroyo, un arroyo de sangre,
Que puede limpiar la mancha del penitente pecador.
 
Es la sangre de Jesús que erradica la culpa,
Su perdón trae alivio para el arrepentido;
Solo el Señor, solo Jesús, puede quitar la ofensa,
Y consolar el duelo del errante pecador.
 
Levanta tu mano perdonadora, oh, Señor,
Abre la puerta de la presa de tu río limpiador.
No tenemos refugio alguno de nuestro pecado,
Salvo en el lado herido de nuestro Salvador.
 
Cecil Frances Alexander, 1818-95
 
Jesús es el herido que sana a los heridos. “Por su llaga fuimos nosotros curados”.

 
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