“Pasado el día de reposo, al amanecer del primer día de la semana, vinieron María Madalena y la otra María a ver el sepulcro” (Mateo 28:1).
“Y hubo un gran terremoto; porque un ángel del Señor, descendiendo del cielo y llegando, removía la piedras, y se sentó sobre ella” (v. 2). Tremendo. El poder del ángel sacudió la tierra. Hizo su trabajo y se sentó. Dejó a los guardias fuera de combate, pero no a las mujeres. Ellas se quedaron en pie y pudieron conversar con el ángel. El ángel les conocía, sabía a qué venían, y quiso tranquilizarles. Sabía que Jesús había resucitado, que había sido crucificado, pero ya estaba vivo, y tuvo el gozo de compartir la buena nueva con las mujeres, porque concernía a aquel que también era su Señor.
Las mujeres entraron en la tumba y vieron el lugar donde había estado el cuerpo de Jesús y los lienzos, guardando la forma de su cuerpo, pero vacíos. Parecían una momia, pero con nada dentro. Se fueron con temor y gran gozo para dar las buenas nuevas a sus discípulos, y ¡Jesús salió a su encuentro! ¡Qué momento más sublime, más gozoso, más celestial, aquí en la tierra! ¡Dios entre ellas en Persona! ¡Con qué palabras las habrá saludado! ¡El plan de Dios desde la eternidad se había realizado! El alcance de la victoria era incalculable. Afectaría a cada ser humano que jamás ha vivido o viviría, y al universo entero para toda la eternidad. ¡Está hecho! Victoria contundente.
Los guardias perdieron la gloria de la resurrección. Si uno no cree, no ve la gloria de Dios. Por este mismo motivo faltarán muchos en el cielo, porque no han creído y no verán la gloria de Dios. Cuando se recuperaron de su desmayo, se fueron a la ciudad para informar a los principales sacerdotes que el cuerpo había desaparecido. Estos líderes judíos habían rogado a Pilato diciendo: “Señor, nos acordamos que aquel engañador dijo; viviendo aun: Después de tres día resucitaré. Manda pues, que se asegure el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos de noche, y lo hurten, y digan al pueblo: Resucitó de entre los muertos” (Mat. 27:63, 64). Pues, ya era el tercer día y Jesús había hecho lo que había dicho que iba a hacer; tenían la evidencia delante de sus ojos, pero no creyeron, porque creer es asunto del corazón. Uno puede tener toda la evidencia, pero si su corazón está empedernido, no cree.
Y los guardias aceptaron el soborno. Los líderes religiosos no los habían matado por no cumplir con su responsabilidad de guardar el cuerpo, los habían dejado vivir, y ellos, sabiendo la verdad, aceptaron el dinero y difundieron la mentira. Más les habría valido dar a conocer la verdad y perder la vida como consecuencia, que vivir unos cuantos años más en este mundo, pero pasar la eternidad en una muerte terrible que ni es vida ni muerte, sino el estar consciente de lo mezquino, embustero, falso, interesado, engañoso, egoísta, e hipócrita que es uno, sin esperanza de perdón, ni de cambio.
Este día era glorioso para algunos, día de resurrección y vida, y terrible para otros, día que sellaba su eterna condenación. Así será cuando Jesús vuelva.