“Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad” (2 Tim. 2:15).
Si vamos a evitar el engaño de los que nos predican el evangelio “light” en nuestros días, hemos de examinar lo que nos enseñan a la luz de las Escrituras. Para poder hacerlo tenemos que estudiarlas con diligencia, porque pastores hay que no usan bien la palabra de verdad. Se les reconoce por el contenido de lo que enseñan, y por la mala calidad de sus vidas. Si no predican el mismo evangelio de Pablo (v. 2), si son cómodos, si no están dispuestos a sufrir por amor a la verdad (v. 3), si están enredados en los negocios de la vida (v. 4), si no son disciplinados (v. 5), si no son trabajadores (v.6), si Cristo no es el centro de su mensaje (v. 8), si no están dispuestos a soportar todo por amor a los escogidos (v. 10), ¡ojo! ¡Mucho cuidado!
Luego está el contenido de su enseñanza para advertirnos. Tienen que ser hombres que dominan las Escrituras y las interpretan correctamente para tener la aprobación de Dios y para guiarnos a nosotros. Dios les juzgará en cuanto a la interpretación y el uso de su Palabra (v. 15). La falsa enseñanza conduce a los oyentes a una vida de impiedad y finalmente a la perdición: “Que no contienden sobre palabras, lo cual para nada aprovecha, sino que es para perdición de los oyentes… Mas evita profanas y vanas palabrerías, porque conducirán más y más a la impiedad” (vs. 14, 16). ¿Cómo es la congregación que recibe la enseñanza de este pastor? ¿Se compone de personas que conocen las Escrituras y viven en santidad? ¿O reciben una enseñanza que les permite vivir como los del mundo y creer que todavía son salvos? ¿Este predicador condena la inmoralidad o la justifica con la Biblia? Del malo, Pablo dice: “Su palabra carcomerá como gangrena” (v. 17). Hace mucho daño.
Volvemos al caso de Himeneo y Fileto. Estos falsos maestros enseñaban “que la resurrección ya se efectuó” (v. 18). No tenemos más detalle que este, pero deducimos que no negaron la resurrección, sino que la espiritualizaron diciendo que ya hemos resucitado espiritualmente, que no resucitaremos físicamente. Si uno cree esto, no vive en santidad porque no tiene que dar cuentas a Dios. Con esta vida se acaba todo. Así que “¡Viva la Pepa! Pequemos todo lo que queramos porque no hay nada después de esta vida”. Esta “desviación de la verdad” conduce a la impiedad y a la perdición.
Pero la salvación sigue siendo cosa segura para los que realmente son salvos: “Pero el fundamento de Dios está firma, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (v. 19). El apóstol no quiere que dudemos de nuestra salvación si estamos viviendo una vida de santidad, “apartados de la iniquidad”. Pero si estamos inmersos en el pecado, ¡cuidado! Los que profesan fe en Cristo y que temen y obedecen al Señor pueden gozar de una salvación segura, no a causa de su justicia personal, aunque la tengan, sino porque Dios los reconoce como suyos. Están sellados, guardados: “Conoce el Señor a los que son suyos”. Los demás también nos conocen como hijos de Dios, por la vida que vivimos. Como dice el apóstol Pedro: “Estamos guardados por el poder de Dios mediante la fe” (1 Pedro 1:5). Y nuestra vida es una de santidad: “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro 1:15). No escuchemos a predicadores que condonan el pecado, sino a maestros que viven en santidad y enseñan a otros a hacer lo mismo.