Jerusalén siempre ha tenido un lugar primordial en el pensamiento de Dios. Él ama entrañable esta ciudad y tiene planeado un futuro maravilloso para ella. Los profetas, cuando hablan del final de la historia humana, a una voz se centran en esta hermosa ciudad y la pintan en colores gloriosos, como “el gozo de toda la tierra”. Clausuren sus libros con escenas idílicas como este: “En aquel día, dice YHVH Sebaot, cada uno de vosotros convidará a su compañero, sentados debajo de su parra y debajo de su higuera” (Zac. 3:10). En ella habrá propiedad, comunidad, hospitalidad, amistad, tranquilidad y disfrute de lo bueno de la vida. La tierra será productiva y su fruto abundante. El mundo estará en paz y la vida será buena.
Pero antes de que pueda llegar este día muchas cosas tienen que ocurrir. Dios tendrá que quitar el pecado del mundo. El profeta alude a ello en la frase anterior: “Quitaré el pecado de la tierra en un día”. Aquel día fue tremendo. Ocurrió durante la Pascua en Jerusalén. Jerusalén abrió sus puertas para recibir a su rey, el que iba a traer paz universal: El profeta escribe: “¡Alégrate mucho, capital de Sión! ¡Da voces de júbilo, ciudad de Jerusalem! Mira a tu Rey llegando, justo y victorioso, humilde, montado en un asno, en una cría de asna. Haré cortar el carro de en medio de Efraín, y la cabalgadura dentro de Jerusalén. El arco de guerra será quebrado, porque Él hablará paz a las naciones; su imperio será de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra” (Zac. 9:9, 10). Jerusalén será la capital de un reino universal, pero antes, su rey tuvo que quitar el pecado del mundo. Fue rechazado y sacrificado como el cordero de la Pascua. El Pastor muere por las ovejas para salvarlas. Ocurre “por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios” (Hechos 2:23): “¡Oh espada, levántate contra mi pastor, y contra el hombre compañero mío!, dice YHVH Sebaot. ¡Hiere al pastor y sean dispersadas las ovejas!” (Zac. 13:7). Después se dan cuenta de lo que han hecho: “Y me mirarán a Mí, a Quien traspasaron, y llorarán como se llora por causa del unigénito, y se afligirán por Él como quien se aflige por el primogénito. Aquel día habrán gran llanto en Jerusalén” (Zac. 12:10, 11). Pero aquel llanto será saludable y salvífico, y habrá perdón: “Aquel día habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalem, para la purificación y las aspersiones, es decir, “para lavar el pecado y la inmundicia” (Zacarías 13:1).
Pero todavía no es el fin. Pasarán más cosas terribles: “Yo reuniré a todas las naciones para combatir contra Jerusalem; y la ciudad será conquistada”, dice el Señor, pero solo será el preludio de una victoria definitiva, porque Dios mismo vendrá a rescatar a su pueblo e introducir su reino eterno: “Vendrá YHVH mi Dios con todos sus santos. Aquel día sus pies se posarán sobre el monte de los Olivos, que está frente a Jerusalem, al oriente” (ver Zac. 14:1-5). Y habrá grandes cataclismos y terremotos, y el juicio sobre los enemigos de Dios. “Y YHVH será Rey sobre toda la tierra. En aquel día YHVH será uno, y uno su Nombre” (Zac. 14:9).
Los de las naciones que han combatido contra Jerusalén se convertirán al Dios de Israel, y “subirán de año en año a postrarse ante el Rey, ante YHVH Sebaot, y a celebrar la solemnidad de los Tabernáculos” (Zac. 14:16), una alegre fiesta otoñal en tiempos de la cosecha. El profeta deja la hermosa ciudad de fiesta, celebrando la gran cosecha de la conversión de gentiles al Dios de Israel y el final del largo peregrinaje por el desierto de la vida y la entrada en la eterna Tierra Prometida en un reino de paz y justicia bajo el gobierno del Pastor de Israel, como Dios y Rey de toda la tierra.