LA SANGRE DE CRISTO

“… y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).

La sangre de Cristo es la más poderosa fuerza en el universo; es divina por ser la sangre de Dios. Es eterno, porque Él es el Cordero de Dios sacrificado antes de la fundación del mundo, fuera del tiempo, eternamente crucificado (Ap. 13:8).

Es infinito en su alcance, y su eficacia, como Dios es infinito. Si hubiese millones de universos, todos ellos llenos de pecadores, la sangre de Cristo bastaría para perdonar a todos ellos y no se habría gastado en potencial para perdonar. Perdonó al rey más malvado de Israel (2 Crón. 33:13), perdonó al rey pagano más orgulloso del mundo (Daniel 4:37), y habría perdonado hasta Judas, si se hubiese arrepentido. El perdón de pecado es tan fácil. Solo tenemos que confesar nuestro pecado: “La sangre de Jesús nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). La Sangre de Jesús es tan infinita que cualquier cosa que nosotros hayamos hecho es pequeña en comparación. Mi pecado es como un grano de arena en comparación con todas las playas del mundo. Es mi orgullo que lo ve tan grande que piensa que no tiene perdón; sobreestimo mi propia importancia y subvaloro la grandeza de la sangre de Cristo. Lo que nos condena no es nuestro pecado, sino nuestra incredulidad. Selah. En la Sangre de Cristo hay amplia provisión para el pecado que fuese. Pero si mentimos y decimos que no hemos pecado, entonces no hay perdón. En la Sangre de Cristo hay amplia provisión para el pecado que fuese. Pero si mentimos y decimos que no hemos pecado, no hay perdón.

Es todopoderoso. Clama a Dios desde la tierra del Calvario donde Cristo fue crucificado y llega a los oídos de Dios en su trono en el cielo de los cielos y le grita: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lu. 23:24). Éstos somos nosotros antes de conocer a Cristo, y son los que aun están sin Él, “que andan en tinieblas y no saben a dónde van, porque las tinieblas ha cegado sus ojos” (2:11), seres humanos errantes, ignorantes de su pecado, y más ignorantes aun de donde su pecado les conduce, al eterno llanto y crujir de dientes, al lago de fuego, a las densas tinieblas de afuera, y a la muerte eterna. Pero si confesasen su pecado tendrían amplio perdón, porque la grandeza del alcance de perdón la sangre cubre su pecado como la profundidad del océano cubre un cadáver muerto que yace en su fondo. Aleja nuestro pecado de nosotros y de la presencia de Dios tan lejos como el occidente es del occidente (Salmo 103:12), que nunca se encontrarán, y Dios nunca encontrará el pecado confesado y cubierto por la sangre de su Hijo.
El perdón de pecado es tan fácil, porque le costó a Dios todo. Solo tenemos que confesar nuestro pecado para conseguirlo: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1:9). “La sangre de Jesús nos limpia de todo pecado” (1:7). Al lado de la infinitud de la sangre de Cristo nuestro pecado cobra una dimensión infinitésimamente pequeña, pero lo suficiente grande para condenarnos, porque “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1:5). En su santo monte hay santidad absoluta y no cabe ni el pecado más pequeño. Es una locura condenarnos cuando hay infinito perdón a nuestra disposición en la sangre de Cristo, más que suficiente para perdonar esta persona finita e insignificante que soy yo, pero infinitamente valorada en los ojos del Aquel que dio a su Hijo para perdonarme. El valor de la sangre es su estimación de mi valor y la medida de su amor.