“Venid, aclamemos alegremente a Jehová; cantemos con júbilo a la roca de nuestra salvación” (Salmo 95:1).
Todo el ser está involucrado en la alabanza y adoración de Dios:
Las emociones.
La persona viene alegremente al encuentro con su Señor y canta con júbilo. Está feliz y canta con alegría al Señor.
La mente.
Nuestra alabanza es racional, hay motivos por alabarle: “Porque Jehová es Dios grande, y Rey grande sobre todos los dioses. Porque en sus manos están las profundidades de la tierra. Y las alturas de los montes son suyas. Suyo también el mar, pues él lo hizo; y sus manos formaron la tierra seca”. El es el Creador y la alabanza le corresponde por la grandeza de su obra.
El cuerpo.
“Venid, adoremos y postrémonos; arrodillémonos delante de Jehová nuestro Hacedor. Porque él es nuestro Dios; nosotros el pueblo de su prado, y ovejas de su mano” (v. 6, 7). En reconocimiento de quién es Él y quienes somos nosotros, nos postremos delante de Él en reverencia y respeto.
El oído.
“Si oyeres hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón” (v. 7, 8). Estamos atentos a ver si nos quiere hablar, pendientes de su voz, con la intención de obedecerle. No queremos disgustarle al Señor, sino darle contentamiento con nuestra respuesta de obediencia a su voz.
El corazón.
No queremos tentar o probar a Dios con nuestra incredulidad, como Israel e el desierto, sino entrar en su reposo por nuestra fe y obediencia. Nuestro corazón no está endurecido, sino tierno hacia el Señor, lleno de amor por Él, con el deseo de hacerle feliz como nuestro Hacedor y Pastor.
El salmo empezó con la alegría del creyente que viene al Señor para adorarle con cánticos, reconociendo su grandeza como nuestro Creador y su bondad como nuestro Pastor, pero termina con una nota de aviso solemne si esta adoración no desemboca en un corazón tierno cuando oye la voz del Señor y cree su Palabra. Israel terminó disgustando al Señor y provocándole a ira: “Cuarenta años estuve disgustado con la nación, y dije: Pueblo es que divaga de corazón, y no han conocido mis caminos. Por tanto, juré en mi furor que no entrarían en mi reposo” (v. 10, 11). Tomemos nota y aprendamos del fallo de Israel. Qué vengamos alegremente al Señor para rendirle culto, que oigamos su voz en el sermón, pero que no nos mostremos incrédulos a la hora de la verdad, como Israel que, como consecuencia, no entró en su reposo, ni entonces, ni eternamente. ¡Nos hace temblar!
Que tomemos a pecho el aviso. Que nuestra alegre adoración nos lleve a una vida de fe a la hora de la prueba, al contrario que Israel, para que entremos en su reposo, ahora en esta vida, y eternamente. Amén.