“Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré con fui conocido. Y ahora permanece la fe, la esperanza y el amor, estos, tres; pero el mayor de ellos es el amor” (1 Cor. 13: 12, 13).
Tengo hermanos valiosos y muy apreciados que interpretan las Escrituras de una manera un poco diferente que la mía en cuanto a ciertas doctrinas de segunda importancia. Son mejores personas que yo, y esto es lo que realmente cuenta. Por ejemplo, en cuanto a la escatología, hay muchas escuelas. La que más convence es la que produce las personas más humildes, más abiertas a seguir recibiendo luz de parte del Espíritu Santo. Si no estamos de acuerdo en estos temas complejos, hay varias posibilidades: o bien tú tienes razón, o bien la tengo yo, o bien ninguno de los dos la tiene, o bien tú tienes parte de la verdad y yo otra. Lo que es cierto es que lo que Dios propuso, esto hará.
Los judíos más estudiosos de las Escrituras eran los escribas, fariseos, y maestros de la ley, y si ellos se equivocaban ¡con todos sus estudios!, también me puedo equivocar yo. Como sabemos, ellos esperaban un Mesías libertador, una figura carismática política que libraría a Israel de los romanos. Esperaban un gran líder militar, un segundo David (Ez. 34:24), un conquistador. Lo que Dios mandó era un humilde enseñador y sanador que salvó a su pueblo de sus pecados (Mat. 1:21).
Con muchas escrituras para justificar su posición, esperaban un ser humano que cumpliría su misión y luego pasaría a la historia, y lo que Dios envió era ¡a Sí mismo! ¡Vino!, tal como Ezequiel escribió (Ez. 34:16) “para buscar sus ovejas perdidas de la casa de Israel”, y luego hizo extensivo su salvación a los gentiles (Is. 66:20 y 1 Pedro 2:10). La persona de gloria indescriptible que Ezequiel vio en el Templo se encarnó y nació de una virgen en Belén (Is. 9:6 y Miqueas 5:2), pero volverá en la gloria que Ezequiel vio y la que vieron Pedro, Juan y Santiago en el monte de la Transfiguración (Mat. 17), y como Juan le vio en Ap. 1.
Las Escrituras son más grandes de lo que pensamos y su interpretación mayor de lo que leemos. Isaías escribió: “Una virgen dará a luz” y los judíos pensaban una cosa y María otra, y aun tenemos que enterarnos de toda la gloria revelada en esa promesa. Jesús, el eterno Hijo de Dios, se encarnó y nació de una virgen; el eterno Hijo de Dios nace dentro de mí en forma del Espíritu Santo, la gloria de Dios vino a su templo, ¡que soy yo!, que es la iglesia, y Él es la plenitud que lo llena todo en todo y sale en ríos de agua viva de mí y de su Iglesia. Las Escrituras se cumplen en Israel, en Cristo, en la Iglesia y en la eternidad, en la escatología. Crecen y se multiplican. Al final la gloria de Dios llena su Templo, que es Dios mismo, y el Espíritu Santo sale de su trono en ríos de agua viva, dando vida a la nueva creación. Entonces Dios vive en medio de todos los redimidos de todas las naciones, ¡y nuestra mente explota! ¡No puede contener tanta luz! Las Escrituras tienes vida propia. Pues, detrás de ellas está la creatividad de Dios.
Solo podemos doblegarnos y adorar y decir: “Hágase tu voluntad, como en el cielo” y “venga tu reino” y cuando venga, excederá todo lo que hemos deseado y sonado, y nadie tendrá razón, y todos la tendremos, porque Dios mismo nos llenará con su luz, y conoceremos como fuimos conocidos. Amén. “Sí, ven, Señor Jesús”.