RESUMEN DE EZEQUIEL (3)

“Él me llevó en visiones divinas a la tierra de Israel, y me puso sobre un monte muy alto…” (Ez. 40:2).

Los últimos capítulos de esta profecía son emocionantes. Tenemos la revelación de la iglesia y su futuro estado de eterna bienaventuranza en la presencia del Señor. Empiezan con la visión de la nueva Casa de Dios, el Templo restaurado (Capítulos 40-42). Esto servía de ánimo para los tristes deportados. El Templo de Dios será reconstruido y ellos volverán a estar en comunión con Dios por medio de los sacrificios prescritos. Luego la gloria de Dios vuelve al Templo. Dios vuelve a residir en medio de su pueblo, y, para mantener la santidad que hace posible su presencia, está el Altar (Capítulo 43). “Esta es la ley fundamental del templo: ¡santidad absoluta! Toda la cumbre del monte donde está el templo es santa. Sí, esta es la ley fundamente del templo” (v. 12). Para los cristianos, el Altar es la Cruz que hace posible mantener nuestra comunión con el Padre mediante la confesión diaria de nuestros pecados y Su perdón en virtud de la obra de Cristo. El Templo, pues, somos nosotros, y el Espíritu Santo es como la gloria de Dios que nos llena cuando estamos andando en luz. El Capítulo 44 habla de los que sirven al Templo, algunos cerca de Dios, y otros lejos por su infidelidad. Dios pone las condiciones necesarias para que mantengamos la comunión con Él: la obediencia es imprescindible, pero cuando fallamos, está el Altar.

Queda la división de la tierra en porciones iguales según las doce tribus de Israel (Capítulo 45, 46) simbolizando el retorno de los exiliados y su justo restablecimiento en la tierra de Israel, con el santuario de Dios en medio, hablando de la centralidad de Dios y su Ley en la sociedad restaurada. Cada tribu y cada familia tendrán su herencia para abastecerse y ser productiva. Esta es una tierra en verdad bendita. Del Templo fluye el río de la presencia de Dios dando fertilidad a todo el país (Capítulo 47). Jesús usó este modelo para hablar del Espíritu Santo que fluye del creyente aportando bendición a todo lo que le rodea. Y el apóstol Juan lo empleó para hablar del destino final del creyente, del Río que fluye del Trono de Dios en el Paraíso de Dios donde no hay templo porque el Señor Dios Todopoderoso es el Templo suyo, y el Cordero.

Al igual que el libro de Apocalipsis, el libro de Ezequiel termina hablando de la Ciudad (Capítulo 48), de Jerusalén, la Ciudad Santa. Para los judíos, fue la ciudad del Templo, el eje de la vida en su amado país. Sería reconstruida y volverían a subir allí para celebrar las fiestas y ofrecer los sacrificios en el Templo. Para el creyente la nueva Jerusalén es nuestro destino final, la patria que Abraham salió a buscar, la morada de Dios. Allí viviremos en absoluta santidad, el pecado, el diablo, y la muerte eternamente fuera, y los redimidos dentro, disfrutando de una vida fructífera en la presencia de Dios. Al final, por medio de la cruz de Cristo y la obra del Espíritu Santo, Dios ha conseguido lo que siempre ha querido, es decir, vivir en medio de su amado pueblo. Así que el libro de Ezequiel termina con la frase que resume la esperanza y la ilusión de todo creyente: “Y el nombre de la ciudad desde aquel tiempo y para siempre será: “El Señor está allí”. Para siempre estaremos con el Señor.