LOS PROFETAS (1)

“Pero bienaventurados vuestros ojos porque ven, y vuestros oídos por oyen. Porque de cierto os digo que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron” (Mat. 13: 16, 17).

Jesús acaba de citar al profeta Isaías. Ahora dice: “muchos profetas y justos desearon ver lo que veis”. Era muy consciente de que Él era el cumplimiento de lo que los profetas profetizaron. Su mensaje estaba en armonía con el suyo: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir” (Mat. 5:17). Hay muchas indicaciones en los evangelios de que Jesús tenía una comunión muy estrecha con los profetas. En el monte de la Transfiguración estuvo Elías, representando a los profetas, simbolizando que Jesús estaba en comunión con ellos. No solamente entendía y cumplía sus profecías; los amaba. Para Él, eran sus antecesores, sus amigos íntimos. Se identificaba con sus sufrimientos: “Así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros” (Mat. 5:12).

En su soledad e incomprensión, Jesús no se sentía solo porque el Padre estaba con Él, y su presencia real; pero, por la parte humana, tuvo comunión con los profetas. Entendía sus sufrimientos, lo duro que era para ellos ministrar a un pueblo rebelde y duro de cerviz que profesaba conocer a Dios, pero su corazón estaba lejos de Él. Se acordaba de sus palabras y de sus emociones. Eran sus compañeros de ministerio. El consuelo de los profetas era el suyo, sus sufrimientos, los suyos. Sentía indignación por como el pueblo los veneraba, sin creer su mensaje “Ay de vosotros, que edificáis los sepulcros de los profetas a quienes mataron vuestros padres!” (Lu. 11:46).Sentía dolor e ira por cómo fueron tratados: “Así que dais testimonio contra vosotros mismos, de que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Vosotros también, llenad la medida de vuestros padres! ¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno?” (Mat 23:31-33). Le rompía el corazón el rechazo que sufrieron: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mat. 23:37). Pensaba en cómo la gloria de la presencia de Dios tuvo que abandonar el Templo en tiempos de Jeremías y Ezequiel, dejándolo vacío, y ahora Él se va, tal como su Padre se tuvo que ir entonces, por la incredulidad de su pueblo: “He aquí, vuestra Casa es dejada desierta” (Mat. 23:38).

Después de la resurrección, hablando con unos discípulos, Jesús dijo: “¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrará en su gloria?” (Lu. 24:25). Esto lo tenían que haber entendido estudiando Is. 53. “Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lu. 24:27). Jesús se veía en cada página del Antiguo Testamento. Los profetas confirmaban que Él es el Cristo, el Mesías prometido.

“Todos estos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido; proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros” (Heb 11:39-40).