“María, cuando llegó a donde estaba Jesús, al verle, se postró a sus pies, diciéndole: Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerte mi hermano. Jesús entonces al verla llorando, y a los judíos que le acompañaban, también llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió, y dijo: ¿Dónde le pusisteis? Le dijeron: Señor, ven y ve. Jesús lloró” (Juan 11:32-35).
El Señor se mostró compasivo con los que sufrían y alivió su dolor. Esto lo vemos vez tras vez en las Escrituras, pero nunca más claramente que en el caso de la muerte de Lázaro. Cuando vio llorar a María, él mismo lloró. Lloro con ella. Su llanto provocó el suyo. Es una reacción normal cuando vemos llorar a una persona que amamos: lloramos porque ella está llorando.
Otra emoción que mostró frente a la muerte de Lázaro fue la rabia. El texto griego lo hace claro. Fue su reacción al encararse con a muerte, su viejo enemigo, que él había venido a vencer. La muerte se había llevado a un amigo suyo y esto provocó su ira. Más tarde él enfrentaría la muerte en su propia carne, y batallaría con ella hasta la muerte, pero ahora la enfrentó en la carne de su amigo. No le gustó lo que había hecho y sintió ira. Se encaró con la muerte y arrebató de sus garras crueles a una de sus víctimas.
Cuando nos encontramos en el entierro de una persona que amamos, recordemos estas dos emociones que siente el Señor Jesús, quien está allí a nuestro lado viéndolo todo, identificado con nuestros sentimientos, y sintiendo los suyos propios que son compasión e ira. Siente compasión por nosotros e ira contra nuestro enemigo por la labor sucia que ha hecho. Pensamos que, si siente compasión, podría haber evitado que nuestro ser amado muriese. No es cierto: Jesús sintió compasión de Marta y María, pero no evitó la muerte de Lazaro. Si hubiese llegado antes al lecho de enfermedad de Lazaro, le podría haber sanado, esto sí, y no habría muerto en este momento, pero habría muerto más tarde. Lo nuestro es confiar en que Dios escoge bien la hora de la muerte de aquellos a los que amamos. Para nosotros ninguna hora es buena, porque el verdadero enemigo es la muerte, ¡no Dios, por no haberle sanado! Una sanidad siempre es temporal. A la hora del entierro hemos de creer: “En tu mano están mis tiempos” (Salmo 31:15). Dios, en su infinita sabiduría, escogió este momento. Si supiésemos todas las cosas, lo veríamos, pero, como nuestro entendimiento es limitado, hemos de tomarlo por fe, confiando en que Dios sabe más que nosotros. Ha escogido esta hora.
Pero vendrá otra: “Porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Juan 5:28, 29). Esta es la hora que estamos esperando: “Por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría” (Salmo 30:5). El Señor por su muerte ha vencido la muerte, y ha dado paso a la inmortalidad y la vida. Hemos sido salvos en esperanza, y nuestra esperanza está puesta en aquel gran día cuando los muertos en Cristo ¡oirán su voz! Penetrarán la muerte, y despertarán a la vida eterna y al reencuentro eufórico con los que hemos despido llorando; en aquel día cantaremos de todo corazón: “Has cambiado mi lamento en baile; desataste mi cilicio, y me ceñiste de alegría. Por tanto a ti cantaré, gloria mía, y no estaré callado. Jehová Dios mío, te alabaré para siempre” (Salmo 30:11, 12). ¡Amén y amén!