“Inclínate, oh Señor, y escucha mi oración: contéstame, porque necesito tu ayuda” (Salmo 86:1, NTV).
Cada día necesitamos la ayuda de Dios, pero unas veces somos más conscientes de ello que otras. ¿Qué haríamos sin el Señor? ¿Depender de nuestro buen criterio? Humillados delante de Dios, clamamos: “Estoy afligido… protégeme, pues estoy dedicado a ti; salva tú, oh Dios mío, a tu siervo que en ti confía” (v. 1, 2, RV y NTV). Somos del Señor y le necesitamos. Nuestra confianza está puesta en Él, y solo en Él. No dejamos de pedir su ayuda: “A ti clamo todo el día” (v. 3).
Cuando estamos especialmente apenados clamamos: “Alegra el alma de tu siervo, porque a ti, oh Señor, levanto mi alma” (v. 3, 4). No nos sentimos dignos de que nos escuche, porque hemos pecado, pero nos ha perdonado; somos conscientes de ello al levantar nuestra plegaría: “Porque tú, Señor, eres bueno y perdonador, y grande en misericordia para con todos los que te invocan” (v. 5). Contamos con que nos va a responder, aunque no lo merecemos, porque Dios es bueno y perdonador: “Escucha, oh Jehová, mi oración y está atento a la voz de mis ruegos. En el día de mi angustia te llamaré, porque tú me respondes” (v. 6, 7).
Alabo al Señor. Me recreo en lo que es Él. Repasando sus cualidades, me animo y mi fe es fortalecida: “Ningún dios pagano es como tú, oh Señor; ¡nadie puede hacer lo que tú haces! Todas las naciones que hiciste vendrán y se inclinarán ante ti, Señor; alabarán tu santo nombre. Pues tú eres grande y haces obras maravillosas; solo tú eres Dios” (v. 8-10). ¡Qué bueno es alabarte, Señor!
Señor, quiero ser limpio en lo más hondo de mis motivaciones. Quita de mi toda hipocresía: “Concédeme pureza de corazón, para que te honre”, entonces: “con todo el corazón te alabaré oh Señor mi Dios” (v. 12), no solo con una parte. El pecado que cometemos visiblemente es ruin, pero el pecado desconocido escondido en el fondo de nuestro corazón, que afecta toda nuestra vida y que solo Dios ve, es peor. Hasta allí llega su salvación: “Daré gloria a tu nombre para siempre, porque muy grande es tu amor por mí; me has rescatado de las profundidades de la muerte” (v. 12, 13). La sangre de Cristo llega a nuestras motivaciones equivocadas, a lo torcido en lo íntimo nuestro, a los deseos inmundos al fondo de nuestra miseria. Cuanto más nos conocemos a nosotros mismos, y de cuanto más pecado escondido nos vemos librados, más grande vemos la salvación de Dios.
Viene el enemigo a destruirnos (v. 14-17). Es astuto. Ha tramado planes para atraparnos en sus redes. Se aprovecha de nuestras debilidades, de las áreas todavía no sanadas en el fondo de nuestro corazón que nos han dado guerra durante años. Por eso necesitamos una salvación cada vez más honda y clamamos: “Concédeme pureza de corazón, para que te honre”, para que finalmente el enemigo de mi alma sea totalmente derrotado, “y véalo el que me aborrece, y sea avergonzado” (v. 17), “porque tu, oh Señor me ayudas y me consuelas”. Amén. Esta es la confianza que tenemos en Dios, los que nos hemos dedicado a Él, y Él nos ayudará.