“Tenía entonces toda la tierra una sola lengua y unas mismas palabras” (Gen. 11:1).
El idioma tiende a unificar a un pueblo. Cuando Dios confundió la lengua de los constructores de la torre de Babel, para que “ninguno entendiera el habla de su compañero” (Gen. 11:7), se esparcieron sobre la faz de toda la tierra, cada uno con los de su mismo idioma: se dividieron según grupos lingüísticos. Actualmente el mundo está dividido en países por motivos históricos, políticos y geográficos, pero las unidades reales son los grupos étnicos en los cuales todos tienen el mismo idioma natal.
En el día de Pentecostés, pasó al revés: los apóstoles hablaron un solo idioma y todos los representantes presentes de muchas naciones los entendían según su lenguaje natal: “Y hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad; ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido?” (Hechos 2:6-8). Dios estaba creando una nueva unidad en el Espíritu. El idioma ya no servía como causa de división; encontraron unidad en el Espíritu Santo que fue dado aquel día.
¿Y qué idioma hablaremos en el reino de Dios? En el día final veremos todas las lenguas representadas: “Y después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones, y tribus y pueblo y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en la manos” (Ap. 7:9). Esta gran multitud son los redimidos, y las ropas blancas son la justicia que Dios nos ha dado en Cristo. Están representadas todas las lenguas. Se ve que los grupos lingüísticos permanecen. ¿Cómo se entenderían con los de otro idioma? Igual pasará lo mismo que en el día de Pentecostés. Cada uno hablará en su idioma natal y los demás lo entenderán en la suya. Posiblemente estaremos divididos en grupos lingüísticos, cada uno con los de su idioma, pero todos entendiendo a todos. Entonces cada idioma tendrá su país y su autonomía, y todos estarán unidos bajo un mismo Rey a quien servirán por puro amor. Lo que vemos en el libro de Ezequiel es una división simbólica de la tierra según las doce tribus de Israel. Como esto resultará finalmente, no lo sabemos. Queda por verlo. Pero sabemos que el centro será Jerusalén, y que el Rey será nuestro amado Señor, y que gobernará con justicia. Él mismo será la fuerza unificadora, y allí se cumplirá a la perfección la Ley de Dios: cada uno amará a Dios con todo su corazón, alma y mente, y a su prójimo como a sí mismo (Mat. 22:37-39). Habrá perfecta unidad, y diversidad dentro de esta unidad, cada uno con su grupo lingüístico, su territorio, y perfecta paz y justicia, todos unidos en amor. ¡Tenemos ganas de verlo, a ver cómo será al final, pero lo que sí que sabemos es que superará nuestros sueños más extravagantes! Esta es la esperanza de todo creyente.