JESUS ES UNGIDO (3)

“Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama. Y a ella le dijo: tus pecados te son perdonados” (Lucas 7:47, 48).
 
Lectura: Lucas 7:41-48.
 
            Estamos reconstruyendo la vida de María. En el evangelio de Lucas, a continuación de la historia de Jesús en el hogar de Simón el fariseo, Lucas escribe: “Aconteció después, que Jesús iba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios, y los doce con él, y algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritu malos y de enfermedades: María que se llamaba Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Chuza intendente de Herodes, y Susana, y otras muchas que le servían de sus bienes” (Lu. 8:1-3). Lucas relata la devoción y gratitud de María al Señor Jesús y cuenta cómo ella le seguía a continuación, juntamente con Juana, Susana y otras muchas mujeres. Hay un orden lógico en su relato. 
 
            ¡En qué condición más terrible se encontraba María cuando Jesús la halló! ¡Poseída por siete demonios! Una vida arruinada. Ni habría parecido humana. ¿Qué hace una persona poseída? Vive en lo más ruin. Su degradación habría llegado a un estado tal que no se parecía nada a la hermosa y piadosa joven que había sido antes. ¡Qué lejos la había llevado el pecado, y la carne, y el diablo! Éste ya había establecido su morada en ella y hacía con ella lo que quería. El enemigo solo “ha venido para hurtar y matar y destruir”, dijo Jesús, pero Él vino para que tuviésemos vida y para que la tuviésemos en abundancia (Juan 10:10). El enemigo hizo su labor de destrucción con la vida de María, pero Jesús la restauró a su dignidad humana, la hermoseó, y ella encontró una vida de abundancia en Él. Por eso lo seguía.
 
No quería dejarlo ni por un momento. Por eso ella estuvo presente cuando el Señor fue crucificado, mirando de lejos (Mateo 27:55, 56), estaba presente cuando lo enterraron (Mat. 27:61; Lu. 23:55), estaba llorando fuera de la tumba a primera luz el día de la resurrección (Juan 20:1, 11). Jesús era su vida. La vida no tenía sentido para ella sin Él. Por eso había acudido a la tumba y, si Jesús no hubiese resucitado, igual habría pasado el resto de su vida llorando fuera de ella, hasta morir donde Él estaba enterrado. María fue la primera persona en ver a Jesús resucitado (Juan 20:16), y cuando lo vio no quiso soltarlo. ¡No quería perderlo otra vez! Quería estar agarrada a Él para siempre, pero el Señor le dijo que todavía no, que antes tenía que volver al cielo y luego vendría a por ella y por todos nosotros para no dejarnos nunca más. Aun tuvo que esperar un poco más para tener el deseo de su alma: estar para siempre con el Señor.
           
María amaba a Jesús. No tenía, ni deseaba, vida fuera de Él. No es de sorprender que derramase a los pies de Jesús todos los ahorros de su vida, que había invertido en un frasco de alabastro de mucho precio. Para ella, este acto representaba romper con su vieja vida. No quería ni el dinero que había ganado en ella. Todo era para Jesús, todo lo que tenía y poseía. Él era el único en su vida. Y fuera de Él no deseaba nada en la tierra.
 
            Así era María.


 
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