“El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aún como este publicano” (Lucas 18:11).
Lectura: Lucas 18:9-14.
Si no fuese tan trágico, veríamos hasta humor en lo que Jesús dice: ¡El fariseo oraba consigo mismo! Esto significa que su oración no llegó al cielo. Estaba de pie en el templo con las manos alzadas, hablando consigo mismo, pensando que estaba hablando con Dios. El caso es que el hombre era sincero. Estaba realmente convencido de que era mejor que otras personas. En su escala de valores, los peores pecados eran los visibles, como robar o cometer adulterio. No se daba cuenta de que su pecado de orgullo era mucho más grave, e impedía que Dios lo escuchase. “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (1 Pedro 5:5).
Los pecados sexuales siempre han escandalizado a los fariseos. Para cristianos tipo legalista-fariseo, María Magdalena no podía haber sido prostituta (¡tener siete demonios no la condujo a una vida de santidad!), porque este es el peor de los pecados y Jesús no habría tenido una seguidora ex-prostituta. Condenan y nunca perdonan. En tiempos de Jesús, los fariseos pensaban que estos pecados eran totalmente imperdonables. Por esto condenaban a Jesús cuando comía con ellas (Mateo 9:10, 11).
Los fariseos-cristianos continúan pensando igual. Normalmente no participan en la obra social en los bajos fondos para no contaminarse. No van a los bares para buscar a gente sola y desesperada para hablar con ellos. No “reciben” a gente caída que se presenta en sus iglesias. Estas personas no encuentran cabida allí. Y si un miembro de la iglesia cae en el pecado de adulterio, ya es repudiado y nunca restaurado.
Pero la escala de pecados de Jesús era diferente. No veía todos los pecados como iguales (ver Juan 19:11). Para Él, los peores pecados eran los del corazón, los invisibles. Enseñaba que lo que le importa a Dios es el estado del corazón de la persona: “Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mateo 15:19). Lo más importante es lo que está dentro, y esto solo Dios lo ve. Por esto no podemos compararnos unos con otros y menos podemos juzgar. El juzgar es producto del orgullo, al igual que el rechazar y condenar.
El Señor amaba a Pablo y por eso lo protegió del pecado del orgullo con un aguijón en la carne, ¡para que su carne no se sublevase! Que Dios nos guarde de este pecado del orgullo, que es peor que el robo, la injusticia y el adulterio; que aprendamos a humillarnos bajo la poderosa mano de Dios; que veamos a otros como mejores que nosotros mismos; y que no hagamos acepción de personas. Entonces estaremos cerca del Señor, porque Él habita con “el humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes” (Isaías 57:15).
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