“Jesús le dijo: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella pensando que era el hortelano, le dijo: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré. Jesús le dijo, “¡María!” (Juan 20:15-16).
Lectura: Juan 20:15-17.
Tu nombre es quién eres.
Era María Magdalena, pero Jesús la llamaba simplemente “María”. “Magdalena” la identificaba con su pasado: la prostituta, la endemoniada, la persona destrozada e inhumana que era antes de que Jesús la encontrase. “María” era su nuevo nombre que Jesús le había dado después de transformar su vida, el mismo nombre que tenía su madre. El apellido de pecadora ya no lo llevaba.
Con sólo pronunciar su nombre la llevaba a la relación que había entre los dos. Maria había ungido sus pies para la sepultura. Los habían bañado con sus lágrimas y secado con sus cabellos. Jesús la había pronunciado perdonada públicamente delante de los publicanos, pecadores, fariseos y discípulos suyos, presentes en aquel banquete. Ahora ya no era “María Magdalena”, solamente “María”. Magdala era una ciudad gentil, conocida por su pecado y corrupción, donde se supone que María ejercía. “La magdalena” la asocia con esta ciudad. Ella se acordaba de lo que había sido, pero Jesús no. Para Él, ella era esta nueva María. Y ahora Él era un nuevo Jesús. Había sido ultrajado y humillado, destrozado y hecho menos que un ser humano, llevando el pecado de “Magdalena” en su cuerpo. Y ahora están juntos, y con una sola palabra, “María”, lo dice todo. Dice: “Soy yo”. “Nos conocemos”. “Estoy aquí”. “Soy el que vivo, y estuvo muerto: mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos” (Ap. 1:18).
Creo que en el Cielo nos saludaremos así. Nos quedaremos mirando, ya con cuerpos nuevos, y a nuestros ojos vendrá la luz de reconocimiento, y diremos: “¡David!” o “¡Becky!”, y con esto diremos: “¡Soy yo! ¡Me conoces! ¡Aquí estamos juntos, en el Cielo!”
Y María se agarró a los pies de Jesús en gratitud, gozo, amor y adoración, pero no era el momento. Aquella relación sin fin, que no puede interrumpirse con la muerte, aún quedaba por venir, cuando los dos, y nosotros, y nuestros seres queridos, estaremos para siempre juntos en el Huerto del rey, el Paraíso de Dios. Por ahora Jesús le estaba diciendo, “Ahora no. Suéltame. Todavía no. Ahora he de volver al Cielo. Ya volveré y entonces estaremos juntos para siempre”. Todo esto estaba implícito en su: “No me sujetes” (20:17). Lo que ella deseaba quedaba por venir.
Cuando nos encontremos cara a cara con el Señor Jesús, nos llamará con nuestro nuevo nombre, como Adán nombró a su esposa, (Ap. 2:17 y Gen. 2:23), el nombre de nuestra identidad eterna en Él, y en el fondo de nuestro ser sabremos quiénes somos, y quiénes somos para Él.
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