“Uno de los fariseos rogó a Jesús que comiese con él. Y habiendo entrado en casa del fariseo, se sentó a la mesa” (Lucas 7:36).
Lectura: Lucas 7:44-48.
Simón invitó a Jesús a cenar con él para formarse una opinión de Él, para evaluarlo, para ver si era el Mesías o no. Lo recibió con reparo, como un posible fraude, un sospechoso, sin los honores que dictaba la cultura, como alguien de una clase social inferior. Simón era fariseo, respetado, escrupuloso en su religión, y Jesús solo era un rabino itinerante, un carpintero pobre, y las clases sociales no se mezclaban. Simón le hizo sentir la distancia que había entre ambos y Jesús sintió el menosprecio. Si Jesús no era el Mesías, o bien era un farsante, o una persona con sospechosos poderes milagrosos. Así que el fariseo no le dio agua para lavar sus pies, no le dio el beso acostumbrado de salutación, ni ungió su cabeza con aceite perfumado. Le había preparado una cena, pero no le había recibido como un invitado de honor.
Jesús lo dejó correr hasta que entró una mujer pecadora que Él había restaurado, quien le mostró todas las atenciones que Simón había omitido. Le derramó aprecio, respeto, agradecimiento y amor. Simón miró a esta mujer con reprensión, repugnancia, y rechazo y a Jesús con desprecio por haber permitido que lo tocase. Ya lo tenía claro. Jesús no era el Mesías. Si lo fuera, no se asociaría con la escoria de la sociedad. Guardaría su dignidad y nunca permitiría que una mujer como esta lo tocase.
¿Cómo sabía Simón quien era esa mujer? O bien se veía, o bien conocía su historia. La había condenado a ella, y a cualquier persona que tuviese que ver con ella. Ya está, Jesús queda descalificado. No es de la clase social que corresponde, ni guarda la debida distancia de los pecadores. Simón era fariseo y sus ideas religiosas no le permitían pensar de otra manera. Rechazó a Jesús.
Jesús no le devolvió la ofensa. Con suavidad le hizo ver dónde estaba su fallo. Se había equivocado en su juicio de Jesús. Jesús sí sabía qué clase de mujer era esta, y también sabía lo que estaba pensando Simón. Jesús había evaluado a la mujer no en términos de sus pecados, sino en términos de su arrepentimiento. Y allí estaba el problema de Simón. Juzgaba y condenaba, se tenía por superior, porque nunca se había visto a sí mismo. No tenía necesidad de que Dios lo perdonase, porque ¡había guardado la Ley a la perfección! Nunca había ofendido a Dios (¡sólo a Jesús!). Jesús vino para salvar a pecadores, pero Simón no necesitaba un Salvador. La mujer amaba a Jesús porque le había perdonado mucho. Simón no lo amaba porque no tenía ningún pecado.
Por medio de preguntas, Jesús le hizo ver que no lo amaba, porque no había sido perdonado, que lo había discriminado, juzgado equivocadamente y condenado. Había fallado como anfitrión y como fariseo: tenía una deuda con Dios y nunca había pedido perdón por ello, y, por lo tanto, no amaba a Dios, ni se sentía endeudado con Él. Cuando Jesús dijo a la mujer que sus pecados le eran perdonados y que su fe la había salvado, Simón supo lo que quería saber: Jesús es Dios, porque perdona pecados, y es el Salvador, porque la fe en Él salva. Esto lo dejó mal. Había rechazado al Señor, y su ofensa permanecía. Había venido el Mesías y lo había ofendido. Su orgullo lo había excluido del reino de Dios.
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