“Jesús le dijo: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella pensando que era el hortelano, le dijo: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo le llevaré” (Juan 20:15).
Lectura: Juan 20:11-18.
María vino a la tumba a la primera hora de la mañana con especias aromáticas para el cuerpo de Jesús. Quería hacer algo más por Él. Había lavado sus pies, le había seguido desde Galilea ministrando a sus necesidades, había tenido compasión por Él y amor al pie de la Cruz, había estado en su entierro y ahora quería hacer una última cosa por Él, para lo que quedaba de Él, su cuerpo. Al ver que no estaba, pensaba que el jardinero lo había puesto en otro lugar para enterrarlo más tarde. En tal caso ella lo llevaría. Estaba pensando con el corazón y no con la cabeza. ¿Qué haría ella con el cuerpo? ¿Cómo podría llevarlo? Pesaba demasiado para ella. El amor no reconoce obstáculos. Lo que pretendía era darle las atenciones dignas que le correspondían. Con todo el cariño del mundo lo ungiría con especias aromáticas y colocaría su cuerpo en un lugar respetuoso donde podría ser honrado por los que lo amaban.
Esta era María. Desde su conversión siempre estaba dando al Señor. En cada escena donde la encontramos a partir de aquel momento, ella le está dando algo, algo de sí misma: le da el perfume, una vida quebrantada en arrepentimiento a sus pies; le da su servicio, juntamente con las otras mujeres (Lucas 8:2-3); al pie de la Cruz, comparte sus padecimientos en la medida en que puede. Para Jesús, ver el dolor de María sólo habría intensificado el suyo, pero agradecería su presencia, que alguien lloraba a su lecho de muerte, aunque sólo fuese esa mujer. Pero Él no la veía como la que era, sino como la que Él había transformado. Llevó su pecado en su cuerpo y la amó hasta la muerte.
El primer día de la semana, María, pues, quería hacer algo más por Él. Le había dado perfume; ahora quería darle especias. Para María los olores eran importantes y las atenciones al cuerpo. El cuidado del cuerpo, perfumes, especias y emociones habían formado una parte importante de su vida anterior; ahora estaban consagrados al Señor. Quería atender el cuerpo de Jesús. Al no encontrarlo allí, se lo iba a llevar para hacer lo que pudiese por Él. La actitud de María es admirable, siempre dando al Señor. Está muerto, y sigue dando.
Cuando encuentra al Señor resucitado María sigue dando. Ahora es su jubilosa celebración de su retorno a la vida: le da una transportada bienvenida. Le da su adoración. Y lo último que le da es su obediencia: sale corriendo para darlas buenas nuevas a los discípulos.
Y nosotras, ¿qué? No podemos hacer nada por su cuerpo. No podemos lavar sus pies, atenderlo, limpiar sus heridas, ungirlo, llevar especias a su tumba o darle un entierro digno. No podemos encontrar su cuerpo, ¡porque el “hortelano” se lo ha llevado! ¡María tenía razón! ¿Cómo podemos darle algo? “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:24). Tenemos las dos posibilidades: podemos adorarlo con nuestro espíritu, dándole todo el amor de nuestro corazón, y podemos ministrar a su cuerpo, la iglesia.
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