“Se fue y llamó a su hermana María, diciéndole en secreto: El Maestro está aquí, y te llama. Tan pronto como ella lo oyó, se levantó rápidamente y fue hacia él… Cuando María llegó a donde estaba Jesús, al verle, se arrojó a sus pies, diciéndole: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto” (Juan 11:28-32).
Lectura: Juan 11:28-32.
Lázaro ha muerto y Jesús llama a María para que venga a Él. María sale con prisa y encuentra a Jesús en las afuera de la aldea donde Marta recién había hablado con Él, en las proximidades del cementerio, donde la esperaba. María se arroja a los pies de Jesús en adoración y congoja, y llora allí en el suelo, a sus pies. No entiende la providencia de Dios: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto” (Juan 11:32). Es como si dijera: “Cuando me hacías falta, no estabas. No llegaste a tiempo para sanarlo. No viniste cuando mandamos a por ti. No entiendo. Prometiste que esta enfermedad no sería para muerte, sino para la gloria de Dios (v.4), sin embargo, mi hermano ha muerto”.
Está perpleja. Jesús no vino cuando se lo pidieron: “Y cuando Jesús la vio llorando, y a los judíos que vinieron con ella llorando también, se conmovió profundamente en el espíritu, y se turbó… Jesús lloró” (v. 33, 35). Esta fue la respuesta de Jesús a su perplejidad, su profunda identificación con sus sentimientos que decía: “Os amo”. Los judíos que la acompañaban lo entendieron y dijeron: “Mirad, cómo lo amaba” (v. 36). El dolor de la muerte es tan fuerte que aun el amor del amigo más amigo no consuela. Ni sus lágrimas. Ni su presencia junto al sepulcro. Él comparte nuestro dolor, pero no lo quita. Llora con nosotros, pero no dejamos de llorar. Está allí, pero su presencia no reemplaza la presencia del que está en la tumba. Jesús no dice ninguna palabra de consuelo: levanta al muerto. Es el único consuelo que hay.
El consuelo de que los muertos resucitarán en el día postrero ya lo sabía Marta (11:24). Incluso fue ella quién se lo dijo a Jesús, pero el saberlo no le había hecho nada.
Jesús estuvo presente, pero todavía lloraban. No podía llenar el vacío que sentían por dentro. Este vacío sólo puede llenarse por dentro, no por fuera, porque el hueco está dentro. Este iba a ser el papel del Espíritu Santo, el Consolador. No solamente lloramos la ausencia del ser querido, pero también la de Jesús, porque Él también se ha ido; el Espíritu Santo llena los dos huecos, el de la persona amada y el del Señor Jesús, con sus divinas consolaciones. Cuando el Espíritu Santo nos habla y nos llena, sentimos una consolación que llena el abismo que tenemos por dentro, y tenemos _paz_ y _paciencia_ (Gálatas 5:22) para esperar el día de la resurrección.
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