“Fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén” (Lu. 24:46, 47).
El arrepentimiento antecede al perdón de pecados. Estas son las dos cosas que tenemos que predicar. “Dios manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (Hechos 18:30). El arrepentimiento no es el mero reconocimiento de que hemos pecado. Es algo mucho más fuerte. Es una actitud de vergüenza y contrición delante de Dios por cómo somos. Es humillarnos delante del Él en reconocimiento de nuestro fracaso moral, porque no hemos llegado al listón que Él marcó para el ser humano. Somos deficientes, estamos contaminados, sucios, llenos de motivaciones indignas, de hechos reprobables, inconsecuencias, fallos y fracasos. Vivimos egocéntricamente; somos interesados y egoístas hasta la médula. No sabemos amar aun cuando deseamos hacerlo. Hacemos daño a los que más amamos y, a los que no, los aborrecemos, no los valoramos. Somos incapaces de hacer algo desprendido, magnánimo, altruista, que no nos beneficie a nosotros mismos. No reflejamos la imagen de Aquel que nos creó, que es amor puro en todas sus dimensiones. Somos como hijos abortivos, deformados, patéticas criaturas que aún vivimos, pero no del todo.
En esta condición nos presentamos delante de un Dios que exige perfección moral, y no podemos apoyar nuestra causa con ningún argumento. No tenemos excusa. Él nos ha dado todo y lo hemos despilfarrado, hemos estropeado nuestro mundo, a nuestros seres allegados, y a nosotros mismos, y tenemos que dar cuentas delante de Él, quien es perfecto en motivación, actuación, pensamiento y hecho. No lo hemos honrado, ni glorificado y le he hemos fallado miserablemente. Con esta actitud, más los hechos concretos que demuestran nuestro estado de perdición, nos presentamos culpables delante de nuestro Juez. Reconozco que para cumplir toda justicia Dios me tiene que poner en el infierno. Esto es el arrepentimiento: “Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo se pecado y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra y tenido por puro en tu juicio” (Salmo 51: 3, 4).
Solo cuando alguien llegue a este estado de convicción se puede proceder a la segunda cosa que el Señor Jesús nos mandó predicar: el perdón de pecados. “Que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados”. Es entonces cuando se explica que “fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día” (v. 46), y, para que la persona arrepentida entienda la salvación que Dios ha elaborado para ella, es necesario que el Espíritu Santo “les abra en entendimiento, para que comprendan las Escrituras” (v. 45). Nuestra parte es predicar la necesidad de arrepentimiento, y cuando la persona está preparada para recibirlo, explicar cómo puede obtener perdón de pecados en el nombre de Jesús.
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