¡RESUCITÓ!

 

“… los apóstoles que había escogido, a quienes también, después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoles durante cuarenta días y hablándoles acerca del reino de Dios” (Hechos 1:2, 3).
 
El Señor salió de la tumba, ¿y qué fue lo que encontró? ¿Al grupo de sus amados discípulos esperándole? No. ¿Estaba su madre? No. ¿Los amigos y seguidores habían contado tres días y acudido a la tumba temprano la mañana del tercer día para recibirlo victorioso? No. ¡Ni siquiera creyeron cuando recibieron la noticia! Sencillamente, no estaban esperando ninguna resurrección. Apenas creyeron cuando lo tuvieron delante de sus ojos, vivo y radiante, gozoso en la salvación que había procurado para ellos. La respuesta unánime a su resurrección fue la incredulidad. No solamente tuvo que resucitar, ¡tuvo que convencerles que era Él!
 
Las mujeres se acercaron al sepulcro preguntándose quién iba a quitar la piedra (Marcos 16:3). Ellas tampoco esperaban ninguna resurrección. Entraron en el sepulcro vacío y hablaron con el ángel, quien les dijo: “Nos os asustéis; buscáis a Jesús nazareno, el que fue crucificado; ha resucitado, no está aquí; mirad el lugar en donde le pusieron. Pero id, decid a sus discípulos y a Pedro, que él va delante de vosotros a Galilea, allí le veréis, como os dijo”. Y ellas se fueron huyendo del sepulcro, porque les había tomado temblor y espanto, ni decían nada a nadie, porque tenían miedo (v. 6-8). ¡No lo creyeron, ni después de ver la tumba vacía, ni después de hablar con un ángel del cielo! 
 
Dos discípulos de Jesús iban camino a Emaús muy tristes. Habían oído que Jesús estaba vivo, pero no lo creían. Dijeron: “Aunque también nos han asombrado unas mujeres de entre nosotros, las que antes del día fueron al sepulcro; y como no hallaron su cuerpo, vinieron diciendo que también habían visto una visión de ángeles, quienes dijeron que él vive. Y fueron algunos de los nuestros al sepulcro, y hallaron así como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron” (Lu. 24: 22-24). Como no lo vieron, no creyeron tampoco.
 
Lo mismo pasó con Tomás, el que dijo: “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré” (Juan 20:25). ¡Muy claro! Jesús tuvo que aparecerse otra vez a los discípulos estando Él presente y tuvo que decirle (¡porque había escuchado lo que dijo!): “Pon aquí tu dedo, mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado.” ¡Tuvo que convencerle por vista, oído tacto!
 
La respuesta unánime de todos fue la incredulidad, y ¿sabes qué?, ¡mejor!, porque así se ve que no es una religión inventada, sino una historia narrada con las reacciones normales de la gente ante lo sobrenatural. Si todos hubiesen estado cantando himnos de victoria en la puerta de la tumba esperando a que Jesús saliese, nadie creería el evangelio. La incredulidad de ellos da más credibilidad al evangelio. ¡La resurrección de Cristo es increíble, pero verdad!
 

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