“Josué se levantó de mañana, y él y todos los hijos de Israel partieron de Sitim y vinieron hasta el Jordán, y reposaron allí antes de pasarlo” (Josué 3:1).
Lectura: Josué 3:2-5.
Había dos barreras que Israel tuvo que pasar para poder tomar Jericó: el río Jordán y las murallas de la ciudad. Dios les había mandado conquistar Canaán porque el día del juicio había llegado para sus habitantes a causa de su terrible pecado. Cuando Dios manda hacer lo imposible, lo hace posible. No hay barrera que permanezca en pie ante nosotros y ante lo que Dios nos ha mandado hacer.
Dios iba a ir delante de los israelitas para abrir el Jordán en tiempo de su máximo crecimiento. El arca llevaba la real y sobrenatural presencia de Dios. Cuando los sacerdotes que llevaban el arca pusieron los pies en el agua, Dios abrió el río, como había abierto el Mar Rojo en tiempos de Moisés. Dios marchaba delante de las tropas de Israel abriendo el camino a la conquista de Canaán.
Mientras tanto, Rahab estaba ocupada convenciendo a su familia de la necesidad de huir de la ira venidera. Se ve que tenía una buena relación con su familia. Ella quería su salvación porque los amaba, y ellos le hicieron caso, porque la amaban a ella. Esta mujer tenía una buena cabeza, un buen corazón, y un buen espíritu también, porque había estudiado la evidencia y decidido seguir al Dios de Israel. Y fue consecuente, pues metió a toda su familia en su casa y tenía comprada la provisión para todos ellos durante muchos días.
Cuando todo Israel hubo pasado por el río en seco, las aguas volvieron a su sitio y los israelitas continuaron su marcha hacia Jericó, siguiendo la guía del Arca que iba delante. Rahab y toda su familia podían ver su avance por la llanura de Jericó desde la ventana de la casa. Los hombres de guerra de Israel acompañados por los sacerdotes que llevaban el arca y los soldados de la retaguardia que iban detrás del arca marcharon alrededor de las murallas de Jericó cada día durante seis días. Eran seis días de misericordia que Dios concedió a los ciudadanos de esta ciudad para arrepentirse ya que habían visto el milagro del cruce del río Jordán. Eran seis días para los que estaban dentro de la casa de Rahab, a ver si querían salir para luchar de parte de su pueblo, pero, según sabemos, nadie salió. Dios siempre nos da la oportunidad de desertar si lo queremos. No nos obliga a quedarnos con Él. Como Jesús y sus discípulos: “Desde entonces muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él. Dijo Jesús a los doce: ¿Queréis acaso iros también vosotros? Le respondió Simón Pedro: Señor: ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Juan 6:66-68).
El séptimo día era diferente. “Dieron vuelta alrededor de ella siete veces. Cuando los sacerdotes tocaron las bocinas la séptima vez, Josué dijo al pueblo: Gritad, porque Jehová os ha entregado la ciudad… Entonces el pueblo gritó, y los sacerdotes tocaron las bocinas; y aconteció que cuando el pueblo hubo oído el sonido de la bocina, gritó con gran vocerío, y el muro se derrumbó. El pueblo subió luego a la ciudad, cada uno derecho hacia delante, y la tomaron” (6:20). ¿Y la casa de Rahab?
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