DOMINGO DE RAMOS

 

“Y la multitud, que era muy numerosa, tendía sus mantos en el camino; y otros cortaban ramas de los árboles, y las tendían en el camino. Y la gente que iba delante y la que iba detrás aclamaba, diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mateo 21:8, 9).
 
            Como niña me preguntaba: “¿Por qué se presentó Jesús como Rey si no tenía la intención de reinar?”. Jesús sabía que subía a Jerusalén a ser crucificado. Se lo había advertido a sus discípulos en numerosas ocasiones: “He aquí subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte” (Mat. 20:18). Para ellos, tenía que haber sido muy confuso cuando les mandó a ir a una aldea y buscar un burrito para subir a Jerusalén montado en él según la profecía: “Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna” (Zac. 9:9). Mateo lo vuelve a citar en referencia de la presentación de Jesús en la capital, aquel primer “Domingo de Ramos”: “Decid a la hija de Sion: He aquí, tu Rey viene a ti, manso y sentado sobre una asna, sobre un pollino, hijo de animal de carga” (Mat. 21:5).
 
            Para Jesús tuvo que haber sido una tragedia de proporciones inigualables. Subía a la cuidad de sus ancestros, la capital del reino de Israel, donde había reinado su “padre” David, sabiendo que por derecho aquel trono le pertenecía. Subía para reclamar lo que era suyo, y a renunciarlo a la vez, porque no pudo ser, porque su Padre le había marcado otro camino, porque no llevaría a cabo la misión por la cual había venido a este mundo, porque la gente no necesitaba un rey, sino que necesitaba un salvador, y tenía que ser lo segundo antes de llegar a ser lo primero. “He aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador”. Así rezaba la profecía, y así había dicho el ángel cuando venía al mundo: “Llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21). Sí, era el Salvador, pero no de la opresión de Roma, sino de la del pecado. Si Roma hubiese sido el problema, habría peleado; pero siéndolo el pecado, debía morir.
 
            En todo caso, le era necesario presentarse como Rey, porque lo era. Era el Rey legítimo de Israel. Y como tal se presentó, no con pompa y ceremonia, sino con mansedumbre y humildad, como justo, el único justo, el más justo que jamás había vivido, y el más humilde. Se presentó aquel día en medio de aclamaciones de hosanna, pero con el corazón roto. Ya había llorado sobre Jerusalén: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!” (Lu. 13:34). Y en aquel día no pudo disfrutar de la aclamación de la gente, sino que tuvo que haber sentido una pena indecible, no porque iba a morir, sino porque su pueblo estaba perdido. Con sus labios lo honraban, pero su corazón estaba muy lejos de Dios.
 
            Qué sensación más desoladora. Debería de haber sido el día más feliz de su vida, el día de su coronación, pero fue el presagio de su rechazo y de la condenación de Israel. En medio del júbilo, su corazón lloraba por el pueblo que amaba.

 

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