“Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:12, 13).
Lectura: Heb. 4:6-11.
La Palabra de Dios discierne y muestra qué clase de personas somos. Por ejemplo, la Palabra de Dios llegó a faraón: “Deja ir a mi pueblo”. Respondió Faraón burlándose de los israelitas que estaban en esclavitud de su país. Dijo que, si no tenían nada que hacer, les daría más trabajo, e intensificó su cuota de trabajo. Si antes tenían que producir cierto número de ladrillos bajo el sol abrasador de Egipto, al sonido aterrador del látigo, ahora tenían que producir más en condiciones aún más inhumanas. Se mostró cínico y cruel. Cuando vio milagros de la mano de Moisés, sus magos los imitaron. Se mostró impío y adorador de demonios. Cuando los milagros de Dios ya eran imposibles de imitar, cuando llegó a ser evidente que el Dios de Moisés era superior a sus dioses, se mostró rebelde y tozudo ante el poder innegable de Dios. Al final, cuando cayó sobre su país el último y más fuerte juicio de Dios, él dejó ir a los israelitas, pero después, cambió de parecer, desesperado por mantener la riqueza y grandeza de su imperio, incrédulo y confirmado en su incredulidad, y Dios lo destruyó.
Lo mismo pasó con los israelitas que salieron de Egipto. Llegaron al desierto habiendo visto los milagrosos juicios de Dios sobre los egipcios, todos profesando fe en Dios, pero a lo largo de su trayectoria, se mostraron ser incrédulos. Eran ingratos, quejicas, desobedientes, obstinados, deseosos de volver a Egipto, irrespetuosos, impíos, y finalmente, hicieron planes para volver a Egipto. La Palabra de Dios dijo: Entrad y poseed lo que os he dado, y os daré la victoria, pero ellos no quisieron. Tuvieron miedo de los habitantes. No creyeron que Dios podría derrotar a sus enemigos. Así que Dios juró en su furor que no entrarían en su reposo, y no entraron. Murieron en su pecado. Sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto por su falta de fe en Dios. No se salvaron: no entraron en el descanso definitivo, el Cielo, del cual la Tierra Prometida era símbolo.
De la misma manera, nuestra reacción frente a la Palabra de Dios nos revela tal como somos. ¿Recibimos su enseñanza? ¿Nos maravillamos de la justicia de la Ley de Dios? ¿Obedecemos sus mandamientos? ¿Nos vemos en el espejo de la Palabra de Dios? ¿A la luz de ella vemos los pensamientos e intenciones de nuestro corazón? ¿Dejamos que el Espíritu Santo nos muestre nuestro pecado? ¿Lo confesamos? ¿Ponemos fe en sus promesas? ¿Aceptamos su revelación de Dios? ¿Deseamos estar bajo su autoridad? ¿La amamos? ¿Vemos a Jesús en sus páginas? ¿Alabamos a Dios como el salmista? ¿Recibimos consuelo y ánimo de las Escrituras? ¿Las compartimos con otros? ¿Hacemos proezas por la fe en su Palabra? ¿Tenemos nuestro corazón en las cosas de Dios? ¿Anhelamos el retorno de Jesús? ¿Deseamos estar con Él en su Reino eterno? ¿Allí está nuestro tesoro? Pues todo esto sale a la luz por nuestra relación con la Palabra de Dios. Es un regalo de Dios, una joya, y nuestro deleite está en ella.
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