“Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad” (2 Pedro 1:16).
Lectura: 2 Pedro 1:16-21.
¿Cómo sabemos que Pedro es digno de nuestra confianza? Podría haber inventado el Evangelio de Jesús. ¿Cómo sabemos que no es un cuento chino que él se sacó de la manga? Pedro sabe distinguir entre una fábula y un hecho histórico. Dice precisamente que el evangelio no es una fábula artificiosa, un cuento de hadas bien elaborado. Además, está hablando en plural. No es el único que vio la majestad del Señor Jesús en el monte de la transfiguración, porque es a este hecho que se refiere, cuando la gloria shekiná de Dios iluminaba a Jesús y “resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz” (Mat. 17:2). En estos momentos Jesús volvió a su estado original, el que tenía antes de venir a este mundo. Pedro habla de “la venida de nuestro Señor Jesucristo”. Vino del cielo. No es un ser que tuvo su origen en este mundo. Vino de fuera, de la esfera de Dios en la eternidad.
Volviendo a los otros testigos, Jacobo y Juan estuvieron con Pedro y también vieron la gloria de Jesús. Juan también da testimonio de ello: “vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14). Jacobo no escribe nada de la experiencia, porque pasó por el martirio muy poco después de la ascensión del Señor Jesús. Todos los discípulos pagaron con sus vidas cuando dieron testimonio de lo que vieron. ¡Nadie va a inventar una historia para impresionar y hacerse famoso si le va a costar la vida! Con esto, ya van muchos motivos para creer el testimonio de Pedro. La última que vamos a mencionar es que vio con sus propios ojos “la gloria que Jesús tuvo con el Padre antes de que los mundos fuesen” (Juan 17:5). Pedro dice: “Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo” (1:18). Escuchó con sus propios oídos la voz del cielo que dijo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd” (Mat. 17:5). “Al oír esto los discípulos, se postraron sobre sus rostros, y tuvieron gran temor” (Mat. 17:6). Porque sabían que estaban en la presencia de Dios en la persona de Jesús, oyendo el testimonio de Dios Padre desde el cielo. ¿Cuántas veces ha pasado esto en la historia de la humanidad?
Está bien documentado. Cada persona tiene que decidir si lo cree o no, y la decisión que toma determinará dónde pasa la eternidad, o bien en la presencia de este Ser glorioso que vino a este mundo para obrar su salvación, o bien en la presencia de Satanás que hizo todo en su poder para destruirlo y para engañar a los que quieren poner su fe en Él. Él es el Salvador; no hay otro. Y puede salvar, porque la sangre que derramó en la cruz del Calvario fue la sangre de Dios con la potencia de redimir no solo a todos los seres humanos que creen en Él, sino que repercute en el universo entero (Rom. 8:21-23). La única respuesta adecuada a la luz de tanta gloria es la de Pedro, Jacobo y Juan, la de postrarnos de rodillas delante de su majestad, reconocer su divinidad, y aceptar su salvación.
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